martes, 19 de junio de 2007

El Fin Del Mundo

Parpadeo. Vuelvo a parpadear. Una vez más; y otra. No logro percibir la diferencia y ya no se si es que tengo los ojos abiertos o cerrados.
La oscuridad que me acogía hace un momento comienza a resultarme incómoda y mis oídos tratan de engañarme inventando sonidos para no aburrirse. Mi corazón se acelera ansioso latiendo en cuenta regresiva, mi mente divaga por los rincones encontrándolos llamativamente vacíos, el frío comienza a dar lugar a otra cosa.
Me muevo decididamente y sin control real sobre mi cuerpo. Todo esta planeado.
Finalmente llega el momento y con él el dolor. Un tormento intenso que me atraviesa la garganta desde todos los flancos. La cabeza se me inunda de sangre que bulle hasta que la siento explotar, pero sé que mi cuerpo lucha en algún lugar lejano al que no logro sentir. Todo lo que logro captar es una calidez reconfortante en los pies al entrometerse un rayo de luz recortado por la ventana.
Vislumbro unas luces borrosas en el fondo de mis párpados y lucho por enfocarlas y aferrarme con mis ojos cerrados tan fuertemente que me caen las lágrimas. Pero enseguida mis pies se sacuden desesperados resistiéndose al fin del mundo y quedan nuevamente bajo el abrazo de la oscuridad; yendo y viniendo.
Mis ojos recuperan la sensibilidad cuando una niebla blanquecina comienza a levantar rápidamente y lo cubre ahora todo de blanco. Parpadeo varias veces para tratar de acostumbrarme nuevamente a la luz a pesar que no me molesta. Parpadeo una vez más y entonces noto que sigo sin poder distinguir si estoy realmente viendo.

lunes, 18 de junio de 2007

Enkele

Nunca ninguna, de tantas, había osado erguirse hasta descubrir, sobre su vientre, presagiosa y negra mancha, como aquélla que tropezó entre las montañas con un Mikra famélico, siendo que éste la buscaba porque así se lo requiriera encarecidamente el anciano pastor y su futuro beau-père, y adoptó la referida postura, al tiempo que berreaba, exponiendo revelaciones que el héroe todavía no era capaz de penetrar. Las vicisitudes de esa cabra, y la circunstancia inmediata de que, exánime tras su labor sibilina, se desplomara ante Mikra y fuera en éste el hambre más fuerte que el dolor; esos incidentes, digo, como el escenario en que se verificaron, y la regeneración de tejidos operada en favor de la bestia —si debida a células presentes en su esqueleto incólume o a comercio asiduo con demonios, lo ignoro—, pertenecen al nudo de esta tragedia, pero no pertenece a éste, sino a la catástrofe que prenuncia el desenlace, el episodio que, ocurrido hará cosa de dos horas, llegó a mis oídos por intermedio de uno de los muchos guardias que tenemos apostados en toda la isla, algunos con vestimenta castrense, otros disfrazados, desnudos otros: un cabrito, aún no destetado, mostróse agresivo con sus compañeros de rebaño, llegando a inmolarlos hasta regar el suelo con su sangre, y luego, diríase que a manera de desafío, ingresó en la morada del mayoral, donde éste se hallaba a la mesa junto con diversos miembros de su parentela; el cabrito sostuvo con ellos una conversación, con profuso despliegue de argumentos, pero de un momento a otro contravino estrictos preceptos del decoro, desde que se paseó, hincado sobre sus patas traseras, encima de la mesa, exhibiendo groseramente pudendas e invadiendo con pezuñas el inviolable cuenco de la sopa, para sellar su canallada haciendo a los conturbados interlocutores partícipes del sacrificio cruento que iniciara con sus congéneres. Esto sucedió hace no más de dos horas, sería precipitado sacar algo concreto de esto, y no es lo único que sucedió... Por mi parte, no planeo degollar a nadie de momento, pero eso no impide que siempre ande munido de esta daga que heredé del autor de mis días... llevo demasiados años sin desprenderme de ella. Atrás dejo las cabras, atrás el vestíbulo de Palacio. ¿Qué diré al centinela, que me ve acercarme? Hay que actuar con psicología, el tiempo es escaso. Déjalo todo y reúnete con tus afectos. Notable: pude amenazarlo con suplicios por infringir mi orden, pero no hubo necesidad de esto, ya que el guardia me observó sobresaltado y después, advertido de su insolencia, bajó la mirada y se dispuso a obedecerme. El temor reverencial sin duda influyó en él, aunque sospecho que también obró en él mi inusitada apelación a los afectos. Con toda seguridad, una mujer lo aguarda en casa, y ella le prodiga su cariño, y él hace lo propio, todo esto enmarcado dentro de cierta violencia, como acostumbran desenvolverse estas relaciones... hay en todo el asunto, a la vez, cierta fortaleza y cierta debilidad. Así sucedió en la Fiesta de Warsko: uno de los revoltosos fue capturado y ejecutado al instante, porque las probanzas lo señalaban con vehemencia; interrogados que fueron los allí presentes, nadie parecía conocerlo, como si hubiera nacido de la espuma del mar, pero una mujer, que hasta entonces se había mantenido impertérrita, su vista el llanto acudió a nublar, siendo presto enjugado, y yo, que esto percibí, de inmediato previne a mis esbirros, con lo cual esas lágrimas delatoras motivaron que ella fuera a reunirse con su compañero... de lo cual se sigue que los afectos son debilidades. Tan pronto nos precipitan al cadalso como nos invitan a abandonar Palacio. Así procedo, y mis razones me asisten. Que es flaqueza bien lo sé, pero ¿qué importa? Allá voy, Thor, a tu encuentro. El sol se pone, y ya veo asomar a su relevo. La consumación de todo está próxima. Lo entreví anoche, antes de dormir. Al principio como en un espejo, pero a lo último frente a frente, una mano se presentó en mi estancia y me llenó de horror: eso, a mi edad, puede resultar un tanto embarazoso... debí, una vez concluida la alucinación y recuperado el autodominio, cambiar yo mismo las sábanas... aunque eso vino después, porque tan pronto como la mano se hubo retirado, sólo una certeza había en mí: supe que me iba a morir, yo, Goedk Juthhein, presidente de la República de Jutlavia, y además todo ser vivo. Esta certeza atrajo hacia mí toda suerte de representaciones, que hubieron de sumarse a las que, como huevecillos, depositara la mano visitante. Desde esta madrugada, esperaba con mucha ansiedad recibir noticias de todo género. Recibir informes como el del cabrito, o el de las aguas en ebullición, o el de las bodas en el presidio... pero, ¿lo creerás?, estaba muy lejos de pensar en ti. ¿Lo crees o no? Te tenía enterrado en el olvido, sin duda un mecanismo de defensa... te lo explicaré todo, y tú me dirás por qué no regresaste sino hasta hoy, y también quiero saber el porqué de la originalidad de tu modo de reaparecer. Pronto hablaremos. ¿Dónde estoy? ¿Cómo pude suponer que te encontraría, si desconozco el sitio de tu habitación? La niebla ha descendido de las montañas, como si se dispusiera a preparar estas playas para una función de gala... Este mismo sector bien pudo ser donde lo vieron; porque eso no es algo que pueda soslayarse. La mujer de ese arponero ha debido verle por aquí. Volvía camino del hogar, con su prole. ¡Ver emerger del mar al mismísimo Enkele! No ha podido reconocerle, porque no le conoció —pues cuando Warsko pisaba Francia en calidad de exiliado, Enkele ya era entrado en años—, pero supo en seguida que se trataba de él. Los cronistas siempre se han mostrado diligentes en rememorar los rasgos más descollantes del más célebre ministro que haya visto Jutlavia: sus ropajes equívocos, su fisonomía y estatura por completo extrañas a la genética jutlava, su tez lampiña y en extremo pálida, su marcha pausada y regular, el mutismo que sólo rompía para formular lacónicas sentencias, y etcétera. En parte alguna consta de dónde vino, y tampoco se supo adónde fue. El propio Warsko, acaso el más allegado, en sus Mémoires escribió: “Tout à coup, il sortit de scène.” Aunque no por eso dejó de mencionárselo en Jutlavia, ni de abrigarse ideas de su regreso: tan hondo era el surco que él había trazado. La mujer del arponero fue presa de una crisis histeriforme, pero yo sólo podría alegar una ignorancia supina para valerme de ese expediente de evasión: conozco la mano cuya visita ayer me honró. En otro orden de ideas, ésta debe ser la residencia de Thor. Él está por estos alrededores; lo presiento. ¡Thor, sal a mi encuentro! No habrá reproches. No busco que rindas cuentas; no hay tiempo. Tampoco magulladuras. Si supieras que la muerte se cierne sobre nosotros... no obstante, quizá lo sepas. ¿Estás ahí? Quizás no sea más que un delirio. No sé a qué atenerme... ¿viene o no? ¿Soñamos? Thor tanto tiempo ausente, yo te conjuro, si es el caso, para evitar mi pesar: sé para mí autor de dulce término. Ah, aquí estás... pero... no, no huyas. No te guardo odio. ¡Vuelve! No te guardo odio, si yo lo buscaba. Lástima no contar con tiempo e instrumental para redactar una esquela de suicidio... y esta daga con tus huellas...

miércoles, 6 de junio de 2007

Conmoción

Sube al taxi pensando que después de diez años son pocas las cosas que han cambiado. Está en Palermo, se dio cuenta luego de caminar un par de cuadras. Le indica al conductor un punto preciso en el centro y mira ávidamente por las ventanillas a la gente que comienza a reunirse en las veredas comentando sobre el extraño color del cielo. Pronto, los otros: los yuppies, los ocupados, los alienados de siempre, invaden esta y otras calles demasiado concentrados en sus propios asuntos y en la ansiedad de regresar a casa, para dirigir siquiera una mirada hacia arriba.

"Calor, ¿eh?" le pregunta el taxista, con esa impune confianza que da la certeza del improbabilísimo reencuentro.

Sasha está lejos de ahí, mira sin ver pensando en él. ¿Seguirá allí, donde solíamos juntarnos con el resto del staff? Tal vez... Recuerda las interminables discusiones en las que él salía desgastado, aplastado por sus arranques de ira, muchas veces llorando e irremediablemente más débil. Siempre supeditado a su ego, a sus caprichos de prima donna; porque era ella, y sólo ella, el alma mater del emergente grupo teatral. Y su palabra era ley, en el escenario y en la cama, en la casa y en las reuniones.

Iván era bello, encantador, pero débil. Un cero a la izquierda, el asistente del director las más de las veces y las menos, en escena, un segundón tímido que la adoraba. Fue sencillo enamorarse de él... Es tan difícil encontrar una adoración sincera y desinteresada en el ambiente artístico, pensaba Sasha.

Al principio le dio todo, y después lo sometió a sus más inhumanos designios. Solamente Estela, su compañera en escena, se atrevió a enfrentarla con una observación sobre el tema: "Nunca voy a entender a quién odiás tanto, que te descargás con Iván".

¿Al mundo? ¿A ella misma? ¿A esos padres que le dieron todo menos la satisfacción de su compañía en cada una de las presentaciones donde se la aclamaba como "revelación", "joven promesa"? ¿Al mundo?

A Iván no, seguro que no. Pero no lo amaba, y era sumamente fácil volverlo blanco de su ciclotimia arrasadora. Hasta aquél día en que volaron papeles primero, ropa y objetos más pesados después, cuando él le dijo que se iba, que dejaba incluso al grupo en el que tenía puesta toda su esperanza profesional, para alejarse de su influencia dañina.

"Me voy, o me muero" le había dicho sin pizca de dramatismo: Iván era demasiado serio para jugar con aquellas cosas. Pero ella no. Ella era la reina del drama. No iba a quedarse sin la última palabra. Desesperada por retenerlo, furiosa ante la perspectiva de una humillación más pública que cualquiera de sus logros, se paró junto a la ventana del tercer piso y anunció: "Lo que vos decís, yo lo hago".

Y voló.

Es mentira, piensa, que quienes saltan al vacío se arrepienten antes de tocar el suelo. Se arrepienten en el mismo instante en que sus pies pierden el apoyo y ya no tienen control sobre su peso muerto, cayendo a plomo sobre el pavimento. Y ella, que nunca tuvo vergüenza antes, siente eso: vergüenza de aquel impulso pueril que siguió por un mero capricho punitivo hacia otro. Un otro suficientemente castigado por sus excentricidades, por sus depresiones, por su desamor y sobre todo por el sistemático boicot que ella había impuesto a sus sueños.

"Llegamos" dice el taxista. Casi no ha visto el paisaje urbano desenvolverse con el fondo de los bocinazos y el humo de los colectivos. Pero llega al viejo teatro donde se reunían con el staff, diez años atrás, dispuesta a redimirse ante Iván. Sabe Dios cuánto habrá sufrido esa imagen grabada en su cabeza, la mujer amada saltando al vacío para castigarlo. Aunque está convencida de que es iluso de su parte pensar que va a encontrarlo ahí, justo en el lugar donde todo terminó, para comenzar.

La sorprenden las luces de la puerta, la fachada arreglada, los escalones orlados de pana roja, el movimiento de boleteros y muchachas uniformadas. Sus ojos suben aún más, hasta la marquesina; hasta la foto de una sonriente Estela (para la que, definitivamente, no pasaron los años), como protagonista. A su lado, Iván. La expresión aniñada e inocente, desaparecida para siempre de su rostro: ahora es cabecera de la obra que siempre quiso hacer y todo el abatimiento de sus días pasados, transmutado en aplomo, le cae a Sasha como un balde de agua fría.

Entra sin prestar atención a los boleteros. Ellos no la miran nunca; ha comenzado a soplar un viento extraño, cálido, continuo y trepidante que sacude un poco el cartelón de entrada. Sube las escaleras, va hacia la derecha... no; ahora se entra al escenario por ahí. A la izquierda, las escaleras que llevan a los camarines. Sube, reconociendo el olor que ni los años ni el dinero ni el éxito de taquilla lograron cubrir. Escucha risas y algún corcho que vuela despedido de una botella, y se da cuenta, al abrir la puerta, que nadie ahí dentro tiene conciencia del fin.

Sonríe al verles la cara. Él está de espaldas a la puerta y no se percata enseguida del silencio que precede a su entrada; acaba de advertir a través de la ventana las nubes doradas, el viento que comienza a llevarse las ramas de los árboles y algunas marquesinas. "Pucha, el auto" lo escucha decir, mientras se acerca a él y piensa con el corazón a cien pulsaciones por minuto, que está parado en el lugar exacto donde lo vio por última vez hace diez años.

"Vieron eso..." empieza a preguntar Iván mientras se vuelve y la ve; se congela en un gesto de asombro que ella aprovecha para tomarle la cara entre las manos con una sonrisa estática. El único que alguna vez la amó no la esperaba en absoluto; lee en sus ojos la incomodidad y la culpa por no haberla extrañado como debería. Lo sabe. Su muerte del cisne es el susurro que todos pueden oír, mientras el cuarto tiembla y las lámparas tintinean:

"Me deja mucho más tranquila, que mi muerte haya servido para que te fuera bien".

El viento dorado abre la ventana de un golpe. Sasha lo abraza, lo empuja.

Saltan.

martes, 5 de junio de 2007

Diez...

Una hora detiene a Cabeza de Gervasio frente a la vidriera, redescubriéndose. Una hora completa que termina convenciéndolo de que:
jamás volverá a ver a su madre;
jamás volverá a pasear a su perro;
jamás podrá concluir El Quijote;
jamás podrá comenzar La Divina Comedia;
jamás podrá releer Socorro 10;
jamás volverá a untar manteca en pan;
jamás volverá a llorar frente a la tumba de su mejor amigo;
jamás conocerá Finlandia;
jamás viajará en tranvía;
jamás terminará de ver El Padrino;
jamás aprenderá a tocar el piano;
jamás volverá a rogar por un aumento de sueldo;
ya no deberá pagar la cuota de su departamento,
ni tendrá que cancelar la cuota de su auto;
no terminará de escribir su novela,
ni podrá enamorarse de una japonesa;
no saldará su deuda con Marcos;
no discutirá más con Berenice;
ya no podrá vengarse de su vecino;
ya no podrá usar las zapatillas nuevas;
no llegará a tiempo para llegar tarde;
no reirá más a carcajadas, ni volverá a sentir el dolor de un pie lastimado, ni podrá comprar ni vender ni regalar ni conversar ni encontrar ni perder ni buscar ni verse envejecer;
porque el tiempo no abunda, y apenas alcanza para robar un beso de esos deliciosos labios que acaban de pasar a su lado y junto a los cuales Cabeza de Gervasio despedirá sus últimos minutos.

lunes, 4 de junio de 2007

Papas

La relación del papado con el gnosticismo es compleja. En general, los Papas han sido tan crédulos como cualquier hijo de zapatero, con la condición de que lo fuesen en la intimidad. Claro, hombres con una fe sobreestimulada, preparada para la maravilla, terminaron poniéndola en donde había algún feedback, aunque más no fuera fruto del sensacionalismo amarillista de la prensa. No se puede mezclar ligeramente a Dios con astros, gatos negros o platos voladores y ventilarlo a la chusma.
Sin embargo, casi no hubo Papa que no creyera en algunos de ellos.

Y en Saint Germain.

Cosme Girolamo Altri había llegado a París a las cinco de la tarde, hora local. Entre salir del Charles de Gaulle y ubicar la tortuosa calle en el barrio latino a la que se dirigía, cerca de la iglesia de Saint Séverin, se hicieron las seis.
La acidez estomacal era todavía más fuerte a medida que crecía el hambre. Se detuvo en uno de los tantos -pintorescos- restaurantes, diciéndose "¡qué demonios!". Se sentó a la mesa, un poco desorientado. Una bonita joven de delantal y cofia apareció para atenderlo y le preguntó: "Qu'est que vous voulez, Monsieur?", con una sonrisa ilusionada de propina.
Cosme titubeó. Agarró la carta con apuro, buscó en el menú, sonrió y le hizo un gesto a la muchacha para que se acercase. Señaló un ítem, le dio algunas instrucciones al oído, en voz muy baja, que fueron repetidas y anotadas en una libreta.
La chica se dio vuelta, mostrando la espalda desnuda, unas bragas de encaje negro que se metían entre las nalgas y medias de encaje con ligas.
Juan XXIV se puso como un tomate, sofocado. Podían acusarlo de cualquier cosa, menos de lujurioso. El voto de castidad jamás había sido roto. Contribuyó quizá su baja estatura, su cabeza de rana toro, y el que fuera calvo desde los veintidós años. Por otro lado, su impasividad de mula de Balaam le había traído como premio inesperado la ausencia de voluntad, necesaria para acometer la rotura del voto.
Tomó el celular de Giuseppe. Marcó un número y esperó. Mientras, otra muchacha pasó a su lado con una bandeja. El Sumo Pontífice evitó cuidadosamente mirarle las posaderas.
Tomó una tarjeta del menú y dictó una dirección en cuanto lo atendieron del otro lado del teléfono. Cortó y se guardó el teléfono en la americana.
De repente se sintió bien. Solo -en vísperas de una opípara cena griega con ouzo, el Sena sudando su vapor fluvial sobre los adoquines que el sol había calentado con alegría durante el día- el fin del mundo parecía algo irreal.
Pero no. Estaba ahí.
Dos muchachas trajeron el servicio. Cosme fingió alegría. Como la del Sol.
Un taxi aparcó cerca. Del asiento trasero se apeó un hombre alto, de unos treinta y tantos años. Pelo largo, castaño oscuro, nariz aguileña y rasgos entre eslavos y semitas. Tenía una barba poblada que terminaba en punta.
Se paró frente a la mesa del sacerdote y esperó que se levantara. Como no lo hizo, se encogió de hombros y se sentó en la silla de enfrente.
Se miraron un minuto o dos. El recién llegado tenía una expresión de reproche. Cosme, de asustada curiosidad.
"Si, tomé un taxi por cuatro manzanas. Tenías hambre, dices. Bien, come. Hace casi cien años que no veo un Papa de carne y hueso, y uno comiendo, siglos", dijo con aire distraído, casi suspirando. "Son ustedes extraños: piden muestras de la existencia de Dios, pero ante la más mínima confrontación se niegan a reconocerlas. Me pasé este último siglo viendo llegar este día. Desde Paceli para acá, están viviendo de prestado ¿Lo sabías?."
Cosme parpadeó. Evidentemente, al decir "Dios, ¿existe?" demostró que no había oído la diatriba del hombre de la nariz aguileña. Éste lo miró, suspiró y elevó los ojos, como implorando paciencia.
"Cierto. Tú no sabes nada ¿no? Ni te molestaste en preguntar. Sólo te dijeron habla con Saint Germain si pasa algo raro. Y acudiste a mí. Pero estás más vacío de fe que un Médici. Eres un tonto, Altri."
"Estoy en la tierra desde que se enfrió el suelo, literalmente. Soy una especie de ejecutivo de cuenta de eso que tú y tus congéneres llaman Dios, Alá, o lo que fuera."
"He sido la serpiente, Melquisedec, Moisés, Elías, El Bautista, Jesús y, finalmente, cuando ya no importaba, terminé siendo Saint Germain. Pero fui la zarza ardiente y la columna de humo y fuego. Luché cuerpo a cuerpo con Jacob en Peniel. Ya sabes."
Adivinó la repregunta en los ojos de Cosme:
"Si, Dios existe. Por lo menos, hay algo que puede ser asimilado a la idea de Dios. No es una persona. No, tampoco es una trinidad, simplón. Para que lo entiendas: Dios es una especie de colectivo filosófico, que cada tanto sufre una crisis de entidad, se reprocha el pasársela haciendo nada y entonces se mete en algún proyecto experimental. Cuando las discusiones son demasiado grandes, hay que experimentar". El Conde se encogió de hombros y cambió levemente de posición.
Cosme masticaba hace rato el mismo pedazo de carne asada. Tragó con dificultad.
"¿Y qué experimenta, eh... Dios, con nosotros?", preguntó antes de tomarse de un solo trago un vaso de ouzo.
Saint Germain lo miró con desilusión.
"¿No lo sabes, no? Eres una lumbrera. Cada santo, iluminado o Papa ha preguntado lo mismo, sin nunca saberlo de antemano: ¡el libre albedrío, qué más! ¿No está claro eso en el Génesis? Eva y la serpiente, Cosme...".
"He sido el ayudante de campo de quien estaba a cargo del experimento: he obrado según sus indicaciones, a veces. Por ejemplo, fui Moisés, en un intento por formar un conjunto de dogmas positivos sobre esa libertad de elección. Diez mandamientos que terminaron siendo miles de reglas. La famosa Ley Mosaica. Nos fue pésimo, sí. Demasiadas normas. Vine como Jesús: quisimos darles una sola consigna para simplificar el asunto: "ama a tu prójimo como a tí mismo" y terminaron complicándola tanto que aquí estás tú, el último Pedro, digno heredero de lo rústico y terco del primero. A quien conocí, por supuesto."
"También obré por propia cuenta, con resultados diversos: fui Mahoma de motu propio y así me fue. Guerra santa. No se puede con ustedes", dijo con algún resentimiento.
"Se les dieron un conjunto de normas concretas, eso que llaman ciencia, que no es más que el conjunto de reglas que gobiernan este mundo. Veladas pero asequibles. Dominarlas era multiplicar los panes y los pescados, para que tuvieran en qué entretenerse. También, con la excusa de Eva, un conjunto de nociones precognitivas claras: el bien y el mal, que no es más que moral y religión".
"La histeria fue casi instantánea ¡Acabemos con el mundo! Primero los débiles, por supuesto. No hubo civilización que no haya tenidos esclavos. Luego entró la verdadera enemiga del libre albedrío, la pústula asquerosa que lo infecta todo, sobre todo a tu Roma y de la cual te has servido para ser Papa: la política. Con ella en la mano las guerras, desde Napoleón para acá, han sido cada vez peores. La Segunda Guerra hizo que ese Dios abstracto y ausente levantara una ceja. Las últimas guerras; Balcanes, Pakistán, Irak y ¡Palestina, nada menos! colmaron la medida".
"¿Sabes porqué se termina el mundo, Cosme? No, no es por la maldad: Vivir haciendo un esfuerzo por ignorar que se empalan niños por diversión, exige estar loco. El mundo no se acaba porque existan los Hitlers, sino porque hay gente -totalmente incapaz de ser como ellos- que los tolera. Tú, manso Cosme, no eres más que la muestra de ello: en la primera encíclica que te hizo firmar el alemán, como le llamas, condenaste las uniones homosexuales... ¡Condenaste el amor, maldito idiota!"
El Papa, con su acostumbrada pasividad puesta a prueba por el epíteto, intentó balbucear alguna protesta, pero Saint Germain, o quien fuera, no le dio tiempo.
"El experimento no está enfermo de maldad, no. Está podrido de neurosis y esquizofrenia. Hasta yo me he enfermado. Desesperado, he sido al mismo tiempo Voltaire para el mundo y Saint Germain para el estúpido de Luis XV y su engreída Madame de Pompadour. Todo por sacar de una vez a Europa de la imbecilidad endogámica y provocar, de una vez por todas la revolución francesa. Termina el cuento con Napoleón, el epítome del loco. El paradigma del chalado ¡Odio a Napoleón! Con él se demostró que el experimento estaba fuera de control. Hemos decidido terminar con ustedes. Y yo me iré, derrotado, de aquí".
"Algunos parece que han presentido el final con alguna anticipación. Mejor para ellos. Nunca lo hubiese creído de ti. Al final, resultaste una sorpresa".
El Papa había dejado el plato a medio terminar, pero el ouzo seguía viajando de la botella a su boca con regularidad, usando el vaso como asiduo vehículo de transporte.
En realidad, a Cosme toda la explicación se le redujo a una sola cosa: moriría. Sus capas de fe empezaban a separarse. A secarse, como les pasa a las cebollas. Il Cetriolo estaba, quizá por primera vez, perdiendo la calma.
Saint Germain se dio cuenta de que había perdido a su interlocutor. El horror vacui se había apoderado de él.
"Cosme, Cosme. No importa qué hagas. Ser Papa no significa nada. Ni hoy ni nunca. Hubieses amado, como se te dijo. Cómete ese cordero ¿quieres? Disfrútalo. De eso se trató siempre. Y vamos por tu fin del mundo ¿Qué deseas?."
Cosme retomó la comida. Pensativo, eligiendo al cabo:
"¿Sabes? No quiero nada especial. Pero quisiera que alguien se acordara de mí antes de que termine este día. He estado muy solo."
"Sea", dijo Saint Germain-Jesús-Mahoma-Voltaire. "Debo irme. Ya sabes."
Miró a la camarera, que devolvió una sonrisa cómplice.
Cosme siguió con la vista a la muchacha, hasta que otra vez le dio la espalda. No detuvo su vista, sino que admiró con curiosidad sus curvas. Sintió una punzada extraña en el abdomen. Al volver a mirar enfrente suyo, Saint Germain había desaparecido.
Pidió la cuenta, pagó y se bebió el último resto de bebida.
Se retiró del restaurant con paso incierto y algo sinuoso. Sonó el celular. Era Giuseppe. Le preguntó con seriedad si estaba todo bien, que de repente había pensado en él.
Cosme Girolamo Altri sonrió. Miró las nubes doradas, hacia el horizonte. Pensó en su madre, la analfabeta.
Pronto la Ciudad Luz dejaría de existir.
Aún así, París era una fiesta.

viernes, 1 de junio de 2007

Thor

Previo al atentado, se sucedieron diversos episodios de acción directa, detrás de todos los cuales hubo mano de obra insurrecta, prófuga de nuestros tribunales y emplazada casi siempre en la isla de Madagascar. Fue el día de la Fiesta de Warsko —¡pero si de eso hace apenas veinte años!— cuando los rebeldes rebasaron el colmo de la medida. Se supo luego que la conspiración venía urdiéndose desde hacía varios años, y que fue sufragada con fondos, bien que exiguos, oriundos de las haciendas de sir Montefiore o de lord Palmerston o de alguna otra hija de Sión, no obstante que ya habían quedado atrás los tiempos en que fuéramos asiento de misiles... Definitivamente, no firmaré estos papeles: sólo un apetito desordenado por las formas justificaría consagrar mis últimos instantes a emitir resoluciones de cuyo contenido los interesados nunca habrán de imponerse. Otra fue mi determinación, lo sé, esta mañana, pero entonces no podía sospechar el rumbo inesperado que asumirían los acontecimientos. Bien visto, todo halla su causa en aquel conato de magnicidio. Mi alocución conmemorativa, el estrépito del clockwork explosivo, el subsiguiente tumulto... que el artefacto no causó estrago, por lo menos no el que es dable conjeturar que los traidores procuraban, ninguna duda cabe; pero también es cierto que emprendimos una caza como no se veía desde los tiempos de Warsko, y que se levantó en Jutlavia un teatro punitivo sin par que tuvo por espectadores a las naciones del mundo. De esta época data incluso, merced a mi convocatoria, el renacimiento de la Turba de los Magistrados Hostiles, volcán judicial largo tiempo inactivo... Despertó en el mundo un inusitado interés por todo cuanto guardase relación con nuestra isla y nuestro gobierno. Entonces fue cuando descendiste del avión y, cumplidos los visados pertinentes, compareciste ante mí. Te acompañaban un encanto y una ciencia que no tardé en percibir, y que en seguida supieron agenciarte un puesto privilegiado de observador peregrino. A partir de ese momento me escoltaste a todas partes, siempre con tu cuaderno y tus cintas magnéticas, siempre inquiriendo, siempre en procura de desentrañar los enigmas del alma jutlava. Nada escapó a tu avidez de conocimiento, todo lo indagaste: desde nuestras instituciones judiciales y legisferantes hasta el pasado glorioso que iniciara Mikra, desde la flora y fauna de la isla hasta la idiosincrasia de nuestra población, con sus costumbres nupciales, mercantiles y mortuorias... Un día desperté, y ya te habías ido. Hubo trámites que llevar a cabo; pero tuvo que despegar tu avión y aun perderse en la lejanía para que me apercibiera de que nunca más mis ojos te verían. Tuve que decir: ¡Adiós, profesor, y, contigo, adiós, consuelo! Veinte años pasaron, veinte años de olvido y tantas noches desesperadas, veinte años de fortaleza y seis revueltas sofocadas... y anoche el presagio de la conclusión inminente. No necesitaba que regresaras justamente hoy; sin embargo, tal hiciste. No te llamaban Thor ni el nombre de tu familia era Albrektsen ni ejercías una cátedra en la Universidad de Aalborg: eras un mero tenedor de libros y tus nombres convenían a la onomástica jutlava... pero eras tú, no lo dudé ni por un instante. Podrías trocarte en mujer o incluso en cabra, y yo seguiría reconociéndote bajo el resplandor de mis lámparas de esperma de ballena. Sólo me resta saber qué asunto te trae de nuevo a Jutlavia, y si es uno de índole conexa con los eventos que pronto ocurrirán.

jueves, 31 de mayo de 2007

Once.

Dos sensaciones embargaron a Gervasio al despertar. La primera le era dolorosamente familiar, persistente e inquieta como una navaja ciega: migraña. Y ésta, más que otras veces, la realidad se le presentaba distorsionada, vibrante y ligeramente desencajada. Cierto era, no obstante, que nunca antes había sufrido de una migraña –intensa o no– a sabiendas del fin del mundo. La segunda sensación era diferente: una suerte de desenfoque táctil, una falta de sensibilidad que, como comprobaría más tarde, no era otra cosa que falta de corporeidad.

Algo sucedía. Aún entumecido por el sueño interrumpido, Gervasio tuvo perfecta conciencia del pájaro que, cruzando su vista, desapareció en el aire como tras un bloque de concreto. Y había más. Edificios que desaparecían en el cuarto piso y reaparecían en el noveno, copas de árboles suspendidas en el aire, hasta un niño que, caminando distraído, se volvía visible e invisible a intervalos irregulares, como si su existencia dependiera de un sistema de transimisión satelital deficiente y en plena tormenta.

Gervasio avanzó. No tardó en adivinar el colapso que, sutil como un huracán, comenzaba a filtrarse en la realidad. En apenas tres pasos, el edificio que antes había visto perdió su segundo piso y una pared completa, la de orientación oeste. Gervasio sonrió con la sonrisa más amplia que alguna vez tuvo oportunidad de exhibir, y avanzó más. Incrédulo, los ojos como lámparas, miró todo con renovado –exagerado– interés. Pero...

El rabillo del ojo lo detuvo, al pasar junto a la vidriera de un bar en plena desintegración. No entendió que era él la única persona consciente de la realidad en desagote. Tampoco tuvo noción de que estaba dándose lugar un cambio en la frecuencia energética del planeta, ni que ese cambio estaba produciéndose de manera desordenada, a pesar de las minuciosas precauciones tomadas en la Frecuencia Superior. Nada en el mundo lo había preparado para recibir, de propio reflejo, una mera cabeza huérfana, su cabeza, incrédula, los ojos como lámparas. Y nada más.

miércoles, 30 de mayo de 2007

Bocanada

Frío.
Exhalé y el aliento tibio me envolvió la cara invitándome a despertar. Finalmente me decidí a abrir los ojos para ver el cielo, pero ya no lo encontré. Me levanté lentamente sintiendo como el frío se apoderaba de mis manos al contactar el suelo duro y entonces noté que aun estaba desnudo; pero mi atención se desviaba hacia otro lado. Estaba nuevamente en mi casa gobernada por el mismo vacío que la caracterizaba desde hacía días, pero al que aun no me acostumbraba, ni tampoco me importaba.
Miré hacia la ventana y encontré una nota pegada recientemente. Me acerqué lentamente con la mente y el cuerpo aun adormecidos por el frío hasta que pude leer mi propia letra. YA SE ACABA. Abrí la ventana para recibir una oleada de gentiles cuchilladas que me cortaron la respiración, y puede ver mi aire escaparse de mi cuerpo como una serpiente blanquecina huyendo del enemigo. Y por un momento me olvidé de mi.
Me asomé y una calle desolada me dio la espalda, mientras señalaba un pequeño destello al final del horizonte, que también se escondía.
Ya se acababa.
Me quedé al borde de la ventana contando los latidos de mi corazón que se aceleraban tranquilamente luchando contra los músculos que se adormilaban. No tenía otra cosa para hacer más que esperar. Ni siquiera tenía algo a qué dedicarle mis pensamientos porque ya sabía lo que iba a pasar. Lo sabía detalladamente.
El sol eventualmente quedó lejos, y así como la oscuridad se abalanzó sobre mí sigilosamente sin dudar, yo me acurruqué en ella para que me hiciera compañía.
Ya casi.

martes, 29 de mayo de 2007

Vibración

Un cabezazo. El mentón golpeando el borde de la cama. Está acalambrada, sin sensibilidad epidérmica, pero con un esfuerzo absolutamente consciente gira todo el cuerpo para quedar tres cuartas partes boca abajo. La cabeza le pulsa y siente un pitido en el oído que reconoce: fármacos, me metieron fármacos hasta las orejas, piensa.

Ya perdió la noción del tiempo que lleva intentando moverse de esa cama, pero es bastante. Afuera (¿a cuántos pisos estoy?) es de día. Va a ser un lindo último día, piensa, y un recuerdo súbito que se le escurre sin que pueda llegar a asirlo, le causa un ataque de risa que la sacude desde las tripas hasta la punta de los dedos de los pies.

La risa la desentumece un poco y entre el velo de lágrimas artificiales de sus ojos puede percibir el revés de su antebrazo. Se sobresalta, pero no por las marcas sucesivas de las agujas, que le han dejado una bonita constelación de moretones. Está mirando un brazo que no es el suyo. Piel opaca, fláccida, un par de lunares (¿o son manchas?) exageradamente grandes. Toma una gran bocanada de aire, como un nadador que se olvidó de respirar mucho tiempo, y es ahí que se da cuenta del ruido extraño que hacen sus pulmones, de la caja toráccica levantándose, las costillas prácticamente pegadas a los músculos, el hambre voraz que comienza a sentir.

Logra acordarse boca abajo, sin dejar de mirarse los brazos. Le duelen absolutamente todas las articulaciones. Está lista para ignorar su aspecto actual, en este día bizarro cualquier cosa puede pasar. Pero le preocupa sobremanera ese retumbar que no cesa, en su cabeza. Como una avalancha en ciernes: eso. Siempre fue buena para definir y percibir cualquier vibración antes que nadie.
Otra bocanada profunda, y está sentada al borde de la cama. Los pies llegan al suelo. No estoy en una institución corriente, piensa; si fueran astutos me habrían atado, previendo que me despertara. ¿O no esperaban que lo hiciera? Eso debe ser. Mierda.

Mierda.

¡Mierda!

La cabeza le retumba cada vez más y más fuerte. Lo que se le viene encima es una comprensión que no quiere tener. Conciencia de sí. Mierda... mierda... mierda... no fue ayer, no es un sueño, no estoy en una institución, ni en un hospital, ¿dónde estoy? ¿Qué pasó?

¿Qué día es hoy?

No enciende luces. No pasa frente al espejo. Va recobrando los sentidos: se huele sucia, se siente pastosa y laxa, enfoca los objetos ya sin lágrimas artificiales. Y no deja de oír el rugido de la nieve en sus oídos. Abre la puerta del único armario con tanta fuerza que se queda con el picaporte. Lo suelta, mete las manos, saca ropa deportiva como para una mujer veinte kilos más grande, pero se la pone igual.

Encuentra un bolso, lo da vuelta sobre la cama con las mismas manos torpes, abre la billetera. No conoce a la mujer pero hay una licencia de enfermera adosada a la foto. Y una libreta de tapas rojas con su nombre: Sasha. Se la guarda en el bolsillo. No hay tiempo, no hay tiempo, en el taxi la leo, no hay tiempo. También hay un crucigrama a medio hacer. Temblando, busca la fecha.

2007. Diez años.

Pasaron diez años, y ella no murió ese día, como había elegido. Y ahora entiende el por qué de la avalancha que acaba de sepultarla bajo kilos y kilos de nieve helada, y el silencio universal en su cabeza, y la absurda risa que le estremece los huesos ante la broma macabra del destino.

Y allá lejos, temblando contra el último resquicio de conciencia, está él.
Vuelve la adrenalina. Vuelven la sensación de hambre, el dolor, la certeza de estar viva para ese único momento que puede cambiarlo todo. Sabe que irá a buscarlo.

En el caserón coquetamente equipado, todos los demás "vegetales V.I.P." yacen para siempre. Pero ella tiene otra oportunidad. Sin que nadie la intercepte, sin que nadie la controle, llega a la puerta de guardia, muestra la credencial ante un vidrio polarizado. Suena la chicharra por última vez. Sasha sale a la calle desconocida bajo un cielo de extrañas nubes doradas.

lunes, 28 de mayo de 2007

Pepinos

Mientras no son arrancados de la planta, los pepinos tienen la propiedad de mantenerse casi diez grados más fríos que el ambiente. De ahí la expresión "Frío como un pepino". A Juan XXIV le llamaban Il Cetriolo, tanto por su capacidad de mantenerse frío en las circunstancias más calientes, como por su escaso valor.
Indolente para confrontar, seco de ideas y demasiado abúlico para sentirse intimidado alguna vez, se la pasaba escuchando los desvaríos de los más nerviosos y desbocados. Al final, cuando la inteligencia era anegada con la histeria general, el cardenal Altri flotaba entre los riscos sacando a toda la cordada del peligro. Se le debía mucho, y él lo sabía.

Una vez terminado de vestir, il Cetriolo debería haberse tomado unos segundos, tan demorados ya, para reflexionar sobre el fin del mundo. Pero estaba muy ocupado pasando por la repentina auto conciencia de la muerte inevitable: el miedo se apoderaba de su cuerpo, entumeciendo sus intestinos y cerrándole el punto de vista, de suerte que apenas veía por una hendija frente a él. Giuseppe pasaba raudo por el limitado campo visual, cual moscardón del otro lado del vano de una puerta. Intentaba seguirlo, pero el mínimo movimiento del cuello le producía un dolor tan agudo en el abdomen que hubiese gritado, de poder.
"¿Moriré?", dudó en alta voz. Al oírlo, el asistente cambió el gesto normalmente ceñudo y sonrió con condescendencia.
"Pero, Cosme, cómo vas a morir, qué cosas dices. Es el segundo plato de straginates e salsiccia de anoche, que te dijeron evites, el que habla. Hazle caso al médico y ya".
El Papa bufó, con dolor, molesto.
"Llamaré al médico, pero no vendrá hasta que tu alemán le confirme que puede venir", dijo con fingida candidez.
Juan XXIV no oía al mico. El monólogo interior, pasado un poco el estremecimiento, lo aturdía.
"¿Qué hago? ¿Qué hubiese hecho alguno de mis antecesores ahora mismo? No puedo salir a gritar por toda la Piazza San Pietro que se acaba el mundo ¿Y que de Dios ni noticias? Bueno, eso podía arreglarse, como se hizo siempre".
Con algo de cinismo, sabía que al decir fin del mundo y Dios en la misma frase, todos -hasta el ateo más acérrimo- los asociarían, obedeciendo como perros de Pavlov al condicionamiento de siglos. Pero no.
"Mal negocio. No tiene sentido. Y me voy a pasar este escaso tiempo dando explicaciones, sobre todo, intramuros. El alemán me va a enloquecer con sus preguntas" Tomó una determinación, encogiéndose de hombros.

La unión de cordadas que lo sostuvo como nuevo Papa estuvo varias veces al borde del surmenage colectivo. El Cardenal Hausberger -el alemán- era quien operaba. Sabía que su tiempo como Supremo Pontífice había pasado -tenía ochenta y nueve años- por lo que se conformaba con ser Secretario de Estado. El cónclave era un lugar bastante complicado, lleno de subterfugios y dobles -y hasta triples- lecturas de todo lo que se decía. Por ejemplo, al anterior Juan intentaron boicotearle el Solio Supremo diciendo que era diabético. Ante el infundio, Angelo Giuseppe Roncalli se sentó entre los purpurados con una bandeja de pasteles dulces y se los terminó con glotonería. El próximo Papa podía sufrir de gula, pero no de diabetes.
Así que Cosme terminó siendo Papa con un secretario de Estado al que no le tenía particular simpatía. Era todo lo opuesto a él: se la pasaba maquinando, desconfiando, enumerando cosas, previendo complots e imaginando enemigos donde no los había. Había sido el precio a pagar. El no vería, en vida de Hausberger, a nadie que Hausberger no quería que viera. Así como el Pontífice tenía la llave del teléfono directo de Dios, Karl Hausberger tenía en su despacho todas las llaves que conducían al Solio de Pedro. Incluso, decidía sobre el médico papal.
Cosme no podría usar ni una sola vía de comunicación con el mundo exterior sin pasar por Karl. Y convencer a ese testarudo hijo de puta era una cosa que necesitaba demasiada energía. Algo que ni la inminencia del fin del mundo conseguía generarle.
"Giuseppe ¿tú tienes un celular, no?", preguntó con un tono de voz amable.
"No, Cosme, no se nos permite. El alemán fue claro con eso", dijo el servicial asistente, cantando la frase mientras mentía.
"Claro ¿y cómo haces para llamar a esa querida tuya de Viterbo? ¿Usas el teléfono del despacho, el cual sabes está intervenido?". Lo miró por sobre los lentes y sonrió con indulgencia. "¿Me creías tan estúpido? Hace como veinte años que lo sé. Karl no lo sabe, por supuesto. Jamás se lo diría".
"Dámelo, lo necesito para algo", estiró el brazo sabiendo que el teléfono, aún con la temperatura corporal del Giuseppe, sería depositado en su mano, obedientemente.
"Gracias. Ahora vete. Pero quédate en el pasillo. No bajes las escaleras. Nos vamos en un momento". Pensó un segundo. "Mejor, vístete de paisano, sin ninguna señal que te identifique. Y te ordeno que no hables con nadie... -interrumpió la pregunta que ya se formaba en la boca del asistente- No, perdón: te lo pido como un favor. Ahora, rápido".
Asombrado, Giuseppe se retiró con los ojos abiertos y más encogido de hombros, si podía. Cosme lo conservaba desde su obispado. Era transparente, y bastante frívolo, pero estaba enamorado de una muchacha huérfana, a la que aún veía en secreto y eso lo hacía muy reservado y fiel. El mico era impermeable al alemán y se rezongaban entre dientes. Hausberger lo quiso hacer desaparecer, como una de sus primeras medidas, aduciendo que estaba haciéndose viejo y prometiéndole un cargo importante e inútil en una institución vaticana. No hizo más que provocar la terquedad papal, y la enemistad del asistente.

Tomó un libro de la biblioteca, buscó una página determinada. Rumió un numero e hizo una llamada usando el celular de Giuseppe. Sacó una valija pequeña de detrás de un armario. Intercambió sus ropas con las que había dentro de ella -de civil- y se remató con una boina y anteojos oscuros. Tomó un bastón específico del montón que se alineaban cerca de la puerta. Lo blandió con decisión y salió al pasillo. Parecía Carlo Ponti. Giuseppe aparecía ya, saliendo de la habitación contigua.
"No hables. Mantente mudo. Sólo acompáñame".
No fue a la escalera principal. Fue hacia la pequeña puerta del gabinete de servicio donde se guardaban enseres de limpieza y trastos varios. Empujó una moldura hacia dentro. Se oyó una serie de sonidos bastante sordos. Corrió a la habitación de Giuseppe y se paró al lado del ropero, único mueble antiguo de una habitación casi moderna.
"Ayúdame a correrlo", le dijo al asistente.
Se movió fácilmente, pues no estaba apoyado sobre el piso, para asombro del sacerdote. Detrás de donde estaba el ropero, apareció un hueco en la pared. El Papa se metió en un pasillo estrecho, mientras le hacía señas a Giuseppe para que entrara. Se escuchó un clac cuando apretó un ladrillo y el ropero se movió solo, tapando el pasadizo.
Comenzó una travesía desesperante de varios kilómetros por dentro de las paredes vaticanas. El pasadizo era un secreto mal guardado, sin embargo, sólo podía ser usado por algunos que sabían cómo hacerlo. Y esos pocos eran todos italianos. Karl desconfiaba de él, por supuesto. Pero temía que alguien entrara por él, no que saliera.
En un punto equidistante de los límites de la ciudad estado, saliendo de detrás de una escultura gigantesca, llegaron a un pasillo casi público, conocido vagamente por Giuseppe. Siguieron por él hasta una fuente, algo deteriorada. Una monja que iba con paso cansino de repente se sorprendió de ver a esos desconocidos ahí. Pero al cabo reconoció a Giuseppe, y entonces miró extrañada al paisano de boina, anteojos oscuros, bastón y cazadora de cuero.
"El mico me va a hacer descubrir", pensó Altri. Decidió que igual no era relevante, e ignoró a la monja.

Se metieron dentro de la pileta vacía de la fuente, rodearon el centro y otra vez, Cosme accionó algún mecanismo. Una puerta trampa se abrió en el piso. Bajaron por una escalera a una especie de habitación preparada para recibir el agua que, en uso de la fuente, seguramente caería con estrépito al nivel inferior. A pesar de que no se usaba, las paredes rezumaban moho y olían mal.
Recorrieron nuevos pasajes, hasta que uno terminó abruptamente en pared. Otra vez, Altri tocó algunos puntos invisibles para Giuseppe y lo que había parecido una pared firme se dividió en dos, pivotando una mitad sobre uno de sus ángulos inferiores.
Salieron a la calle, de detrás de unos matorrales bastante secos que otrora habían sido plantas ornamentales.
Dos automóviles los esperaban. Ambos negros, sin marcas visibles y con sendos choferes. Condujo al de adelante a Giuseppe, tomándolo del codo. Le abrió la puerta trasera y lo introdujo.
Cerró la puerta y por la ventanilla le sonrió.
"Tómate el día. Vete a Viterbo, con esa condición te lo doy. Has sido un buen amigo. Nunca te lo dije, y he estado mal".
Caminó hacia el otro auto, pero se volvió habiendo dado dos pasos.
La cara de Giuseppe era un poema. La boca y los ojos hacían un terceto de círculos en su cara.
"Hasta mañana, Giuseppe. Ve con Dios". Giuseppe sonrió, aliviado.

Se dirigió al otro auto, entró en él y le dijo al chófer: "A Fiumiccino, subito"

domingo, 27 de mayo de 2007

Ratas

Podría abrir los ojos; sin embargo, prefiero aguzar el oído, que es mi sentido favorito. Sí, por supuesto que la vista es maravillosa y sublime, pero a la vez muy limitada: el campo visual es acotado, se pierde algo en cada parpadeo, ofrece un plano único en el que lo de atrás queda oculto por lo de adelante, y mientras dormimos su capacidad de percepción es nula, en tanto que el oído alcanza cualquier sonido del entorno, puede captar el que está detrás de otro, y permanentemente recibe información. Además, siempre asocié la vista a la belleza y el oído, a la verdad, por lo que he sostenido que ver permite acercamientos estéticos al objeto (o sujeto), mientras que oír consolida una aproximación lógica. Con la vista, admiro, descarto o me cautivo; gracias al oído, entiendo, deduzco, me explico. Por eso quiero oír. Ahora voy a oír. Debe haber un mundo a descubrir detrás de ese pitido intermitente que se me hace como nacido conmigo. No, no; sé bien que no es así, que viví muchos años sin su compañía, pero hace tiempo dejó de atormentarme porque lo tengo incorporado y puedo descartarlo.
En fin, no abriré los ojos.
Lo que sucede (y no debo olvidarlo; debo intentar mantener con claridad este tan reciente recuerdo) es que desperté con la certeza de que el fin del mundo es inminente. Aunque me parece más preciso y más placentero decir que desperté por esa certeza, a causa de ella. Desperté sabiendo que moriré junto al resto de la humanidad.
Situación inesperada: por entender tempranamente la naturalidad de la muerte, nunca el fin de mi vida me despertó mayor reacción que una mueca cómplice y algo tierna ante sus contundentes cualidades (inevitable, necesaria, absoluta), pero ahora que ese momento que imaginé íntimo y silencioso se me aparece como universal y alborotado, no puedo sino reír. Conteniendo cualquier exteriorización de la risa, claro está: no quiero despertar ninguna sospecha en los demás, porque también tengo por cierto que casi nadie sabe lo que yo sé. ¿Que cómo lo sé? No, no lo sé; jamás estuve aquí, es decir, así; ésta es una nueva primera vez en mi vida. Desperté con este bagaje, y voy a disfrutarlo.
No reír ni abrir los ojos; a lo sumo, más tarde, espiaré con un párpado apenas levantado. Quiero que ellos continúen sus vidas como todos los días y disfrutar profundamente viendo cómo repetirán por enésima vez uno más de sus ínfimos, tristes y grises días, destilando una mediocridad que no permitiría distinguirlos de un hámster si no fuese por las simpáticas actitudes que suelen tener estos roedores. Desaprovecharán sus últimas horas como lo vienen haciendo desde las primeras, o al menos desde que comenzaron a pulular a mi alrededor. Se justificarán mutuamente con su pedantería académica, exhibirán entre sí sus respectivas satisfacciones, compartirán abyectos sueños que imaginan dorados, cuando lo que deberían hacer es huir desesperados como ratas del fuego.
Todo este festín sucederá ante mis ojos. Perdón, junto a mis oídos.
Están teniendo su juicio final sin más tribunal que mi oreja.

sábado, 26 de mayo de 2007

Gris

Seis y cuarto y el benemérito despertador, tras cincuenta y dos años de incansable servicio y soportando los manoseos y abusos de tres generaciones de González cacerolea por última vez. Anteúltima. Sorpresivamente hoy iba a ser censurado exigiéndosele que volviera a reclamar en diez minutos: era la voluntad del patrón.
Aquel dormitorio pálido, de paredes eternas y mohosas aún conservaba el clima hostil que reinó durante todo su período de utilidad y siquiera la excepcionalidad del día de la fecha es motivo suficiente como para algún esbozo de cambio. El antiquísimo e inmenso radiotransistor que permanecía mudo desde la emoción feroz del gol de Ghiggia ya no soportaba los avatares del tiempo y el derrumbe de su estructura era cuestión de horas. Los afiches con hermosos paisajes a los que González siempre aspiró conocer pero su realidad nunca le permitió, camuflaban las marcas de la humedad en las paredes pendiendo de los últimos vestigios de un pegamento obsoleto. Las esteras oxidadas de su ventana aún no denunciaban el comienzo de un nuevo día, del día, cuando nuevamente el inmaculado despertador insurrecto se pone en acción.
Con un habitual gesto de desasosiego, González, que yacía boca arriba se reclina noventa grados. Con los ojos cerrados calla al adefesio metálico y procede con su rutina. Una ducha breve, afeitada con brocha y navaja, camisa blanca, pantalón marrón, corbata a tono, saco negro, tapado gris, un horror. Es la primera vez en diez años que no tira la toalla en el cesto de al lado del inodoro: mañana será el primer viernes desde su viudez que no vendrá la señora Margarita a barrer el fondo, pasar la aspiradora, lavar la ropa y cocinar para el resto del fin de semana.
Es un día hábil y el detalle que lo distinguía de los otros días ordinarios de la vida de González no implicaba para él la necesidad de escapar a sus obligaciones, por lo que debe emprender viaje hacia el municipio: su oficina y casi todos sus elementos en cajas rotuladas prontos para la mudanza definitiva lo esperaban.
Paró el ómnibus y esta vez tuvo la delicadeza de mirar a los ojos de cobrador y agradecer tras recibir su boleto. Una vez sentado abrió su agenda y se detuvo en un texto impreso que hace un tiempo la recepcionista del municipio le había obsequiado para su cumpleaños. Hablaba de los seres queridos, del goce diario de su cariño, de la libertad, del aire libre, de la auto-superación, de la esperanza, de las ambiciones, de Paulo Coelho y lo rompió. Eran cincuenta y cinco años de buen ciudadano, treinta y siete de fiel servicio a las competencias municipales de su gris Montevideo y no era tiempo de detenerse en aspectos que compusieron un pasado algo lejano. Su misión para el día es clara: instalarse por última vez en la oficina, disfrutar de la cotidianeidad sin el estrés habitual, terminar de empacar y que todo ciclo se cierre de manera ordenada y armónica.
Y así fue. Sin interacción con sus compañeros de división, atrapado en su cubículo. Inconsciente de la inconsciencia colectiva, los dedos entrelazados sobre su abdomen y realizando un movimiento símil pendular desplazado por las rueditas de su silla vio pasar el tiempo. Apagó la radio, hoy prefirió callar al bufón que lo distrajo por mucho tiempo. Desconectó el teléfono, archivó los portarretratos con fotos de su difunta esposa y de aquel hijo al que juró no volver a ver pero por algún motivo no definido aún recordaba mediante fotografías. Archivó el banderín de Defensor Sporting que colgaba la lámpara de escritorio. Apagó la computadora que nunca supo dominar, la insultó por última vez. Sonrió ligeramente. Apiló todas las cajas contra un rincón ante la atónita mirada de una secretaria que por allí pasaba. Luego se dirigió a recepción, robó el suplemento deportivo de El País y sobre las cinco de la tarde se marchó en silencio, sin saludar.
Todas sus energías se concentraban en el deseo ferviente de volver a su cama, lugar del que nunca debió salir desde hace algunos años. El viaje fue tortuoso, le costaba mirar por la ventana. Las calles se mostraban desérticas y la miseria, que siempre abusó de nuestro querido antihéroe hoy cedía y permitía que este se escondiera en sus brazos: se hizo el dormido ante un lumpen que rogaba a los tres pasajeros de la unidad móvil y ansió descender.
Bajó con energía, con decisión, estimulado. Caminó hasta su casa, contempló lo que nunca quiso mirar y no se arrepiente, el atardecer era inminente y hoy se aproximaba la noche de gala.
Puso a hervir agua para una bolsa de agua caliente. Mientras esperaba, recorrió con andar sereno cada rincón de su casa. Pensó que tal vez tenía algún recuerdo por sacar a luz. Sus zapatos hacían crujir el antiguo piso de madera. Miró hacia el fondo, vio la casucha de su también difunto perro abandonada. Concluye que ya no tiene motivos para estar de pie y se considera el autor intelectual de este momento sagrado.
Son apenas las seis de la tarde. González abre un cajón y extrae un recorte que archivaba de una entrevista a Onetti en sus estertores. En su único movimiento veloz del día, arranca con violencia cada uno de los elementos precarios que decoraban las paredes de su dormitorio y pega el recorte en la puerta del placard que estaba a los pies de la cama y se pierde bajo las frazadas.
Quizás el fin del mundo ya pasó.

viernes, 25 de mayo de 2007

Jutlavia

¿Un testamento político? ¿Con qué objeto? Aunque me afanase años enteros en ilustrar al pueblo, nunca lograrían cabal comprensión de mis palabras. Por algo ellos crían las cabras, yo llevo la cosa pública, y todos vivimos de la cría de cabras... De cualquier modo, el tiempo nos apremia y la vida de un hombre se resume en un día, y la de un pueblo y, con él, tanta sangre y tanta poesía. Contemplo las montañas que circundan Palacio —escarpadas, y en cuyos picos titilan las almas de los héroes de la grande gesta de mi pueblo—, y ellas me hablan de una batalla que ya está perdida. Una borrasca exterminadora, o acaso ballenas y cachalotes por igual chocando sus cráneos contra el tabique de la formación volcánica que es nuestra Jutlavia, el caso es que... pero, ¿quién se aproxima? Está claro: mi secretario, ¿quién otro podría ser? Los centinelas nunca le franquerían el paso... No será sino hacia el ocaso cuando el asunto comenzará a manifestarse con claridad y todos verán lo que yo vi anoche, en el exacto momento en que, tenidas lugar mis abluciones, disponía mi septuagenario cuerpo para el descanso. Ahora mi secretario abre la puerta del despacho y permanece en el vano, no se decide a entrar, no hasta que clavo en sus ojos mis ojos y entiende que la comedia no puede seguir... Avanza expedito, pone orden a sus papeles y da lectura a las audiencias fijadas para el día en curso. Hoy es día de audiencias, y ciudadanos de la más diversa laya desfilarán ante mí portadores de ruegos y de solicitudes, y hoy, en vista de los acontecimientos venideros, muchos recibirán lo que pidan. De esta suerte, cuando el desenlace llame a la puerta de esta infeliz nación, serán dos las sonrisas que cubran su rostro: una, situada en su congruo lugar; la otra, trazada con acero o con piedra sobre la garganta desprevenida... He de capitanear esta nave hasta mi último aliento, y hundirme con ella. No habrá voces de alarma ni megáfonos derrotistas; todo será digno. Seguiré en pie como lo he hecho desde que me hice del poder. ¿No me permitiré hoy, cada tanto, pequeñas evocaciones? ¿Esporádicas digresiones in pectore? Fuera de este privilegio que me arrogo, hoy será para Jutlavia tan día hábil administrativo como cualquier otro día hábil administrativo... Atravieso, escoltado, el pasillo que me conduce a la Sala de Audiencias: la ceremonia no difiere de como lo ha sido la semana pasada, y la que le precedió, y la anterior aun... es curioso: pasando revista a estos años de gestión, una constante me ha acompañado y ha sido el recreo que siempre supuso para mí la consideración de las sombras que las lámparas de esperma de ballena creaban al proyectar sobre la pared las siluetas de los peticionarios. ¡Recién he caído en la cuenta! ¡Un placer recuperado! Oh Goedk, ¿qué placer te depararán hoy las sombras? ¡Oh cuán perturbadora fue la visión de esa mano extranjera, no de esta o de aquella nación, sino una mano sin raíces, de falanges huérfanas y suspendidas, esa mano... y cuán de improviso me tomó, cuando mis rodillas se aprestaban a doblarse para permitir a mi vieja osamente adoptar una posición... ¿Qué visión nueva se da cita frente a mí? ¿Eres tú, profesor Albrektsen?

jueves, 24 de mayo de 2007

Luz

Hoy me desperté y supe que había llegado el fin. Me costó despertarme pero aun así sabía que era el día.
No me sobresalté. No me desesperé. Lo sabía hacía un tiempo, y estaba tranquilo.
Me levanté instintivamente a la hora de siempre y desayuné lo mismo que todos los días. No me sentía con ganas de nada especial. No quería saturar los sentidos con cosas que luego no recordaría que había olvidado. Solo quería una sola cosa esa mañana. Solo esperaba una cosa esa noche.
Salí y caminé por las baldosas tantas veces pisadas. Los recuerdos me invadieron y no pude evitar rendirme a los sentimientos que traían con ellos desde el pasado. Es raro como un día tan especial está plagado de infinitas rutinas involuntarias.
Miré hacia arriba y las hojas de los árboles obturaban la luz del sol sobre mi cara. Aún no era el momento. Apuré el paso tranquilo y finalmente llegué a un claro en medio de ese pequeño bosquecillo rodeado de asfalto. Miré alrededor y no había nadie. Entonces reí.
Me desnudé y permanecí ahí. De pie, con los ojos cerrados, a la vista de cualquiera y de nadie. Respiré hondo y mi cuerpo se relajó. En ese instante sentí un cosquilleo al erizarse los pelos de mis brazos. Noté que la respiración me traicionaba mientras la sensación se extendía hasta la punta de los dedos e inmediatamente esa electricidad se convirtió en un calor intenso. Una vez más levanté la cara al sol y lo sentí atravesarme los párpados y llegar hasta mi boca. Me quemaba, pero no sentía que moría. Aun no.
Acurruqué los dedos de los pies y sentí el frío del pasto. Y me quedé así, entre el frío y el calor, entre lo seco y lo húmedo. Entre la vida de un instante y la muerte para siempre.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Inmovilidad

Se despertó parpadeando asustada, con los dientes apretados por la tensión y los brazos adormilados a ambos lados del cuerpo. Miró el reloj: eran las cinco y media de la mañana. No dudó ni por un segundo: lo que había visto era cierto.

Un haz de luz se filtraba apenas por la ventana. Aturdida, pensó que despertaba en la noche a un día que, tal vez, no tendría noche.
Estaba demasiado acostumbrada a las imágenes apocalípticas; las había soñado, fantaseado y dramatizado desde niña. La maestra incluso había rebatido, horrorizada, un cuento de su adolescencia temprana donde toda la ciudad era tragada por el vórtice de una dimensión demoníaca, de inspiración lovecraftiana. La última vez, creía haber conseguido un poco más de atención. El día antes, durante el ensayo del monólogo de Fedra, por ejemplo.
¿Qué podría hacer un ser humano común y corriente, cuando tiene la certeza absoluta de que no habrá un mañana?

El corazón le latía tan rápido que trató de ahogarlo cerrando los párpados con fuerza. El martilleo se volvió tan persistente como el batir de un tambor; le recordó vagamente el palpitar del suelo la única vez que pisó el campo de un estadio para un recital, acompañada de su hermano mayor. Aquella vez, era el único ser inmóvil en medio de una masa de gente que saltaba. O al menos, intentaba mantenerse quieta: la potencia de aquellas decenas de miles de pies daba la ilusión de que todo el eje de la Tierra iba a moverse. Se recordaba mirando sus propios pies. Ni siquiera tenía memoria de quiénes se presentaban en aquella ocasión.

Aturdida aún por los coletazos del sueño, percibió sus pies helados y los brazos todavía adormecidos. El cuerpo como atornillado a la cama. Pero podía girar el cuello a un lado y a otro. Tenía, como casi siempre al irse a dormir, el pelo prolijamente estirado hacia atrás; sin embargo, unas gotas de sudor (o tal vez eran lágrimas) le salaban los labios. Los ojos se iban adaptando a la penumbra. A medida que volvía a la realidad, desconocía un poco más dónde estaba. Ni el olor, ni la textura de las sábanas, ni la luz minúscula entre las hendijas le resultaban familiares.

-¿Dónde estoy? - intentó preguntar, pero tenía la boca tan reseca que no pudo articular palabra. Dónde estoy, moduló nuevamente, para descubrir que por alguna razón no encontraba su voz, siquiera un aliento que echar hacia afuera. Intentó mover los brazos nuevamente y no pudo. El corazón le latía ahora a una velocidad pasmosa.

En ese preciso momento, escuchó la chicharra de una puerta vecina y se dio cuenta que, definitivamente, no estaba en su habitación. Pero... ¿dónde, entonces? ¿Cómo había llegado ahí? Y lo más importante.... ¿conseguiría salir antes del anochecer?

martes, 22 de mayo de 2007

Dieciocho

Gervasio despierta sabiendo que es cuestión de horas -apenas dieciocho- para que el mundo acabe. Siente hambre. Se levanta, sin desperezarse ni acomodar su lado de la cama. No se baña. No se lava los dientes. Ni siquiera se viste. En pijama, en absoluto silencio, se arrodilla frente a la estufa de gas y sopla, en absoluto silencio, hasta que la llama se extingue. A tres pasos de distancia arroja un beso a Elba, justo antes de cerrar la puerta con llave. Nunca la amó, de cualquier modo.
Gervasio no desayuna. Recoge un abrigo largo de su mujer (nunca la amó) y mete un brazo, luego el otro, mientras sale de su casa y sin cerrar con llave. Enseguida vuelve a buscar su teléfono celular, el control remoto del televisor y el reloj de pared de la cocina, para arrojarlos al vacío a través de la puerta de tijeras del ascensor. Baja por las escaleras.
Gervasio sale a la calle en pijama, abrigo y medias. Ya son casi las siete, pero el sol se deja velar por los edificios. Mientras camina, Gervasio piensa en toda la gente a la que no verá más. Se sonríe. Tampoco piensa despedirse.
La plaza está vacía. Gervasio piensa que nunca antes quiso detenerse en la plaza. En uno de los bancos, solo, tirita un diario de ayer. Gervasio siente pena, una pena tremenda y estática. La compañía es inestimable, piensa, y se acuesta a dormir en el banco de plaza, junto al diario, bajo el sol de la mañana.

lunes, 21 de mayo de 2007

Cebollas

En cuanto pudo desfibrilar las suficientes neuronas, casi moribundas por la peligrosa resaca del sueño químico -al que se había hecho adicto hacía tiempo-, el Papa supo con indiscutible e irreligiosa certeza que sólo le quedaba un día en el Vicariato de Cristo.
No tuvo una revelación angélica, tampoco una imagen de la capilla le había llorado sangre mientras le contaba la inminencia del final. No habían venido unos pobres pastorcitos muertos de frío a darle la nueva. Lo sabía, como sabía que su madre había sido analfabeta, o que esa tarde tenía audiencias diplomáticas (donde aún recibía los saludos protocolares por su elección, hacía ya casi un mes).
No era un apocalipsis oficial. Seguro. Salvo que se hubieran olvidado de avisarle. O que Dios no tuviera nada que ver. Ni con esto, ni con nada.
Al mismo tiempo que se despertaba, un viento de angustia se llevaba los vapores de la alegría casi escandalosa que lo embargaba (¡después de todas las malas noches en las que el recuento mental de cardenales le representaba al Cardenal Rímolo con la Mitra Papal!).
- ¡Giuseppe, despierta, ven aquí! -gritó por el intercomunicador. Su asistente privado, Giuseppe, (un pequeño sacerdote de provincias; tan hirsuto, moreno y enjuto que siempre se le convertía en mico en el recuerdo después de no verlo durante un par de horas) era la primera cara que veía por la mañana.
La fe del Papa Juan XXIV tenía dentro de sí diversas capas, como las de una cebolla, en las que podía acomodarse los diversos tipos de ésta que lo imbuían.
El centro era un núcleo duro, casi microscópico, de ciega fe. Esa que se le impone a uno de niño, con una mezcla de tirones de orejas y promesas de arder en los infiernos. Es la que nos hace esperar que nos parta un rayo después de haber hecho algo malo. La que cree a pie juntillas que Dios lo ve todo, y que conocer al Diablo nos daría terror.
Luego seguía una capa mediana de temerosa y tibia fe, adquirida sin duda en los años de diaconado. Era una fe débil, casi apóstata, más preocupada por no perderse un pasaje en el tren al paraíso que dispuesta a caminar por el mar. Esa era la veta de fe que desconfiaba del Diablo, la que veía su mano en cada acción ajena. Y la que estaba dispuesta a engañar -pero muy poco- a Dios.
La siguiente era un filón inconsistente pero bien grueso de agnosticismo. Aceptaba sin dudas un fin del mundo como éste, acéfalo del Cordero de Dios, como también la falta de directivas, sin impresionarse demasiado (de hecho, nunca las había recibido). Esta capa de cebolla veía al diablo con alguna curiosidad, y estaba más dispuesta a acribillarlo a preguntas que a dejarse impresionar. De Dios podía hablar durante horas, sin convencerse de si existía o no. Él, en toda su carrera eclesiástica, no había tenido ni una sola confirmación. Y desde que era Pontífice, la esperaba cada vez con menos ganas.
Para terminar, por fuera, una fina -pero correosa- capa de cinismo religioso, impermeable a cualquier duda o confusión (proveniente de las capas internas o del exterior). Era la capa que los más encarnizados enemigos de la iglesia utilizaban en su contra por los crucifijos de oro, los ritos suntuosos y la vanidad de creerse el reservorio moral de occidente.
En este estrato Juan era capaz de sacudirle un cross de derecha al Diablo -sobre todo si había una cámara de televisión cerca-. En ese lugar de su fe (de su carencia de ella, mejor) estaba totalmente seguro de que el mal no era cosa del Maligno (aunque por conveniencia subtitulara con vehemencia que todas las cosas que no le gustaban eran "obra del Adversario"), sino de hombres y sus oscuras almas egoístas.
Esta capa estaba absolutamente convencida de que Dios -independientemente de si existía o no- lo había dejado solo, y que tenía derecho a imponerse él mismo de algo de deidad, por ausencia. La infalibilidad era tentadora.

Giuseppe entró con un papagallo, toallas en cantidad y L´osservatore Romano.
Lo siguió con la mirada mientras el asistente se afanaba por todo el cuarto.
"El mico no sabe nada", pensó.