domingo, 27 de mayo de 2007

Ratas

Podría abrir los ojos; sin embargo, prefiero aguzar el oído, que es mi sentido favorito. Sí, por supuesto que la vista es maravillosa y sublime, pero a la vez muy limitada: el campo visual es acotado, se pierde algo en cada parpadeo, ofrece un plano único en el que lo de atrás queda oculto por lo de adelante, y mientras dormimos su capacidad de percepción es nula, en tanto que el oído alcanza cualquier sonido del entorno, puede captar el que está detrás de otro, y permanentemente recibe información. Además, siempre asocié la vista a la belleza y el oído, a la verdad, por lo que he sostenido que ver permite acercamientos estéticos al objeto (o sujeto), mientras que oír consolida una aproximación lógica. Con la vista, admiro, descarto o me cautivo; gracias al oído, entiendo, deduzco, me explico. Por eso quiero oír. Ahora voy a oír. Debe haber un mundo a descubrir detrás de ese pitido intermitente que se me hace como nacido conmigo. No, no; sé bien que no es así, que viví muchos años sin su compañía, pero hace tiempo dejó de atormentarme porque lo tengo incorporado y puedo descartarlo.
En fin, no abriré los ojos.
Lo que sucede (y no debo olvidarlo; debo intentar mantener con claridad este tan reciente recuerdo) es que desperté con la certeza de que el fin del mundo es inminente. Aunque me parece más preciso y más placentero decir que desperté por esa certeza, a causa de ella. Desperté sabiendo que moriré junto al resto de la humanidad.
Situación inesperada: por entender tempranamente la naturalidad de la muerte, nunca el fin de mi vida me despertó mayor reacción que una mueca cómplice y algo tierna ante sus contundentes cualidades (inevitable, necesaria, absoluta), pero ahora que ese momento que imaginé íntimo y silencioso se me aparece como universal y alborotado, no puedo sino reír. Conteniendo cualquier exteriorización de la risa, claro está: no quiero despertar ninguna sospecha en los demás, porque también tengo por cierto que casi nadie sabe lo que yo sé. ¿Que cómo lo sé? No, no lo sé; jamás estuve aquí, es decir, así; ésta es una nueva primera vez en mi vida. Desperté con este bagaje, y voy a disfrutarlo.
No reír ni abrir los ojos; a lo sumo, más tarde, espiaré con un párpado apenas levantado. Quiero que ellos continúen sus vidas como todos los días y disfrutar profundamente viendo cómo repetirán por enésima vez uno más de sus ínfimos, tristes y grises días, destilando una mediocridad que no permitiría distinguirlos de un hámster si no fuese por las simpáticas actitudes que suelen tener estos roedores. Desaprovecharán sus últimas horas como lo vienen haciendo desde las primeras, o al menos desde que comenzaron a pulular a mi alrededor. Se justificarán mutuamente con su pedantería académica, exhibirán entre sí sus respectivas satisfacciones, compartirán abyectos sueños que imaginan dorados, cuando lo que deberían hacer es huir desesperados como ratas del fuego.
Todo este festín sucederá ante mis ojos. Perdón, junto a mis oídos.
Están teniendo su juicio final sin más tribunal que mi oreja.

1 comentario:

Cassandra Cross dijo...

Lucho, mis sincerísimos respetos. Este texto tiene tantas de las cualidades que me gustan en un buen relato que no sé por dónde empezar a decirle todo lo que me gustó... tal vez...

"Situación inesperada: por entender tempranamente la naturalidad de la muerte, nunca el fin de mi vida me despertó mayor reacción que una mueca cómplice y algo tierna ante sus contundentes cualidades (inevitable, necesaria, absoluta), pero ahora que ese momento que imaginé íntimo y silencioso se me aparece como universal y alborotado, no puedo sino reír. "

Me encantó. :-D