sábado, 26 de mayo de 2007

Gris

Seis y cuarto y el benemérito despertador, tras cincuenta y dos años de incansable servicio y soportando los manoseos y abusos de tres generaciones de González cacerolea por última vez. Anteúltima. Sorpresivamente hoy iba a ser censurado exigiéndosele que volviera a reclamar en diez minutos: era la voluntad del patrón.
Aquel dormitorio pálido, de paredes eternas y mohosas aún conservaba el clima hostil que reinó durante todo su período de utilidad y siquiera la excepcionalidad del día de la fecha es motivo suficiente como para algún esbozo de cambio. El antiquísimo e inmenso radiotransistor que permanecía mudo desde la emoción feroz del gol de Ghiggia ya no soportaba los avatares del tiempo y el derrumbe de su estructura era cuestión de horas. Los afiches con hermosos paisajes a los que González siempre aspiró conocer pero su realidad nunca le permitió, camuflaban las marcas de la humedad en las paredes pendiendo de los últimos vestigios de un pegamento obsoleto. Las esteras oxidadas de su ventana aún no denunciaban el comienzo de un nuevo día, del día, cuando nuevamente el inmaculado despertador insurrecto se pone en acción.
Con un habitual gesto de desasosiego, González, que yacía boca arriba se reclina noventa grados. Con los ojos cerrados calla al adefesio metálico y procede con su rutina. Una ducha breve, afeitada con brocha y navaja, camisa blanca, pantalón marrón, corbata a tono, saco negro, tapado gris, un horror. Es la primera vez en diez años que no tira la toalla en el cesto de al lado del inodoro: mañana será el primer viernes desde su viudez que no vendrá la señora Margarita a barrer el fondo, pasar la aspiradora, lavar la ropa y cocinar para el resto del fin de semana.
Es un día hábil y el detalle que lo distinguía de los otros días ordinarios de la vida de González no implicaba para él la necesidad de escapar a sus obligaciones, por lo que debe emprender viaje hacia el municipio: su oficina y casi todos sus elementos en cajas rotuladas prontos para la mudanza definitiva lo esperaban.
Paró el ómnibus y esta vez tuvo la delicadeza de mirar a los ojos de cobrador y agradecer tras recibir su boleto. Una vez sentado abrió su agenda y se detuvo en un texto impreso que hace un tiempo la recepcionista del municipio le había obsequiado para su cumpleaños. Hablaba de los seres queridos, del goce diario de su cariño, de la libertad, del aire libre, de la auto-superación, de la esperanza, de las ambiciones, de Paulo Coelho y lo rompió. Eran cincuenta y cinco años de buen ciudadano, treinta y siete de fiel servicio a las competencias municipales de su gris Montevideo y no era tiempo de detenerse en aspectos que compusieron un pasado algo lejano. Su misión para el día es clara: instalarse por última vez en la oficina, disfrutar de la cotidianeidad sin el estrés habitual, terminar de empacar y que todo ciclo se cierre de manera ordenada y armónica.
Y así fue. Sin interacción con sus compañeros de división, atrapado en su cubículo. Inconsciente de la inconsciencia colectiva, los dedos entrelazados sobre su abdomen y realizando un movimiento símil pendular desplazado por las rueditas de su silla vio pasar el tiempo. Apagó la radio, hoy prefirió callar al bufón que lo distrajo por mucho tiempo. Desconectó el teléfono, archivó los portarretratos con fotos de su difunta esposa y de aquel hijo al que juró no volver a ver pero por algún motivo no definido aún recordaba mediante fotografías. Archivó el banderín de Defensor Sporting que colgaba la lámpara de escritorio. Apagó la computadora que nunca supo dominar, la insultó por última vez. Sonrió ligeramente. Apiló todas las cajas contra un rincón ante la atónita mirada de una secretaria que por allí pasaba. Luego se dirigió a recepción, robó el suplemento deportivo de El País y sobre las cinco de la tarde se marchó en silencio, sin saludar.
Todas sus energías se concentraban en el deseo ferviente de volver a su cama, lugar del que nunca debió salir desde hace algunos años. El viaje fue tortuoso, le costaba mirar por la ventana. Las calles se mostraban desérticas y la miseria, que siempre abusó de nuestro querido antihéroe hoy cedía y permitía que este se escondiera en sus brazos: se hizo el dormido ante un lumpen que rogaba a los tres pasajeros de la unidad móvil y ansió descender.
Bajó con energía, con decisión, estimulado. Caminó hasta su casa, contempló lo que nunca quiso mirar y no se arrepiente, el atardecer era inminente y hoy se aproximaba la noche de gala.
Puso a hervir agua para una bolsa de agua caliente. Mientras esperaba, recorrió con andar sereno cada rincón de su casa. Pensó que tal vez tenía algún recuerdo por sacar a luz. Sus zapatos hacían crujir el antiguo piso de madera. Miró hacia el fondo, vio la casucha de su también difunto perro abandonada. Concluye que ya no tiene motivos para estar de pie y se considera el autor intelectual de este momento sagrado.
Son apenas las seis de la tarde. González abre un cajón y extrae un recorte que archivaba de una entrevista a Onetti en sus estertores. En su único movimiento veloz del día, arranca con violencia cada uno de los elementos precarios que decoraban las paredes de su dormitorio y pega el recorte en la puerta del placard que estaba a los pies de la cama y se pierde bajo las frazadas.
Quizás el fin del mundo ya pasó.

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