martes, 19 de junio de 2007

El Fin Del Mundo

Parpadeo. Vuelvo a parpadear. Una vez más; y otra. No logro percibir la diferencia y ya no se si es que tengo los ojos abiertos o cerrados.
La oscuridad que me acogía hace un momento comienza a resultarme incómoda y mis oídos tratan de engañarme inventando sonidos para no aburrirse. Mi corazón se acelera ansioso latiendo en cuenta regresiva, mi mente divaga por los rincones encontrándolos llamativamente vacíos, el frío comienza a dar lugar a otra cosa.
Me muevo decididamente y sin control real sobre mi cuerpo. Todo esta planeado.
Finalmente llega el momento y con él el dolor. Un tormento intenso que me atraviesa la garganta desde todos los flancos. La cabeza se me inunda de sangre que bulle hasta que la siento explotar, pero sé que mi cuerpo lucha en algún lugar lejano al que no logro sentir. Todo lo que logro captar es una calidez reconfortante en los pies al entrometerse un rayo de luz recortado por la ventana.
Vislumbro unas luces borrosas en el fondo de mis párpados y lucho por enfocarlas y aferrarme con mis ojos cerrados tan fuertemente que me caen las lágrimas. Pero enseguida mis pies se sacuden desesperados resistiéndose al fin del mundo y quedan nuevamente bajo el abrazo de la oscuridad; yendo y viniendo.
Mis ojos recuperan la sensibilidad cuando una niebla blanquecina comienza a levantar rápidamente y lo cubre ahora todo de blanco. Parpadeo varias veces para tratar de acostumbrarme nuevamente a la luz a pesar que no me molesta. Parpadeo una vez más y entonces noto que sigo sin poder distinguir si estoy realmente viendo.

lunes, 18 de junio de 2007

Enkele

Nunca ninguna, de tantas, había osado erguirse hasta descubrir, sobre su vientre, presagiosa y negra mancha, como aquélla que tropezó entre las montañas con un Mikra famélico, siendo que éste la buscaba porque así se lo requiriera encarecidamente el anciano pastor y su futuro beau-père, y adoptó la referida postura, al tiempo que berreaba, exponiendo revelaciones que el héroe todavía no era capaz de penetrar. Las vicisitudes de esa cabra, y la circunstancia inmediata de que, exánime tras su labor sibilina, se desplomara ante Mikra y fuera en éste el hambre más fuerte que el dolor; esos incidentes, digo, como el escenario en que se verificaron, y la regeneración de tejidos operada en favor de la bestia —si debida a células presentes en su esqueleto incólume o a comercio asiduo con demonios, lo ignoro—, pertenecen al nudo de esta tragedia, pero no pertenece a éste, sino a la catástrofe que prenuncia el desenlace, el episodio que, ocurrido hará cosa de dos horas, llegó a mis oídos por intermedio de uno de los muchos guardias que tenemos apostados en toda la isla, algunos con vestimenta castrense, otros disfrazados, desnudos otros: un cabrito, aún no destetado, mostróse agresivo con sus compañeros de rebaño, llegando a inmolarlos hasta regar el suelo con su sangre, y luego, diríase que a manera de desafío, ingresó en la morada del mayoral, donde éste se hallaba a la mesa junto con diversos miembros de su parentela; el cabrito sostuvo con ellos una conversación, con profuso despliegue de argumentos, pero de un momento a otro contravino estrictos preceptos del decoro, desde que se paseó, hincado sobre sus patas traseras, encima de la mesa, exhibiendo groseramente pudendas e invadiendo con pezuñas el inviolable cuenco de la sopa, para sellar su canallada haciendo a los conturbados interlocutores partícipes del sacrificio cruento que iniciara con sus congéneres. Esto sucedió hace no más de dos horas, sería precipitado sacar algo concreto de esto, y no es lo único que sucedió... Por mi parte, no planeo degollar a nadie de momento, pero eso no impide que siempre ande munido de esta daga que heredé del autor de mis días... llevo demasiados años sin desprenderme de ella. Atrás dejo las cabras, atrás el vestíbulo de Palacio. ¿Qué diré al centinela, que me ve acercarme? Hay que actuar con psicología, el tiempo es escaso. Déjalo todo y reúnete con tus afectos. Notable: pude amenazarlo con suplicios por infringir mi orden, pero no hubo necesidad de esto, ya que el guardia me observó sobresaltado y después, advertido de su insolencia, bajó la mirada y se dispuso a obedecerme. El temor reverencial sin duda influyó en él, aunque sospecho que también obró en él mi inusitada apelación a los afectos. Con toda seguridad, una mujer lo aguarda en casa, y ella le prodiga su cariño, y él hace lo propio, todo esto enmarcado dentro de cierta violencia, como acostumbran desenvolverse estas relaciones... hay en todo el asunto, a la vez, cierta fortaleza y cierta debilidad. Así sucedió en la Fiesta de Warsko: uno de los revoltosos fue capturado y ejecutado al instante, porque las probanzas lo señalaban con vehemencia; interrogados que fueron los allí presentes, nadie parecía conocerlo, como si hubiera nacido de la espuma del mar, pero una mujer, que hasta entonces se había mantenido impertérrita, su vista el llanto acudió a nublar, siendo presto enjugado, y yo, que esto percibí, de inmediato previne a mis esbirros, con lo cual esas lágrimas delatoras motivaron que ella fuera a reunirse con su compañero... de lo cual se sigue que los afectos son debilidades. Tan pronto nos precipitan al cadalso como nos invitan a abandonar Palacio. Así procedo, y mis razones me asisten. Que es flaqueza bien lo sé, pero ¿qué importa? Allá voy, Thor, a tu encuentro. El sol se pone, y ya veo asomar a su relevo. La consumación de todo está próxima. Lo entreví anoche, antes de dormir. Al principio como en un espejo, pero a lo último frente a frente, una mano se presentó en mi estancia y me llenó de horror: eso, a mi edad, puede resultar un tanto embarazoso... debí, una vez concluida la alucinación y recuperado el autodominio, cambiar yo mismo las sábanas... aunque eso vino después, porque tan pronto como la mano se hubo retirado, sólo una certeza había en mí: supe que me iba a morir, yo, Goedk Juthhein, presidente de la República de Jutlavia, y además todo ser vivo. Esta certeza atrajo hacia mí toda suerte de representaciones, que hubieron de sumarse a las que, como huevecillos, depositara la mano visitante. Desde esta madrugada, esperaba con mucha ansiedad recibir noticias de todo género. Recibir informes como el del cabrito, o el de las aguas en ebullición, o el de las bodas en el presidio... pero, ¿lo creerás?, estaba muy lejos de pensar en ti. ¿Lo crees o no? Te tenía enterrado en el olvido, sin duda un mecanismo de defensa... te lo explicaré todo, y tú me dirás por qué no regresaste sino hasta hoy, y también quiero saber el porqué de la originalidad de tu modo de reaparecer. Pronto hablaremos. ¿Dónde estoy? ¿Cómo pude suponer que te encontraría, si desconozco el sitio de tu habitación? La niebla ha descendido de las montañas, como si se dispusiera a preparar estas playas para una función de gala... Este mismo sector bien pudo ser donde lo vieron; porque eso no es algo que pueda soslayarse. La mujer de ese arponero ha debido verle por aquí. Volvía camino del hogar, con su prole. ¡Ver emerger del mar al mismísimo Enkele! No ha podido reconocerle, porque no le conoció —pues cuando Warsko pisaba Francia en calidad de exiliado, Enkele ya era entrado en años—, pero supo en seguida que se trataba de él. Los cronistas siempre se han mostrado diligentes en rememorar los rasgos más descollantes del más célebre ministro que haya visto Jutlavia: sus ropajes equívocos, su fisonomía y estatura por completo extrañas a la genética jutlava, su tez lampiña y en extremo pálida, su marcha pausada y regular, el mutismo que sólo rompía para formular lacónicas sentencias, y etcétera. En parte alguna consta de dónde vino, y tampoco se supo adónde fue. El propio Warsko, acaso el más allegado, en sus Mémoires escribió: “Tout à coup, il sortit de scène.” Aunque no por eso dejó de mencionárselo en Jutlavia, ni de abrigarse ideas de su regreso: tan hondo era el surco que él había trazado. La mujer del arponero fue presa de una crisis histeriforme, pero yo sólo podría alegar una ignorancia supina para valerme de ese expediente de evasión: conozco la mano cuya visita ayer me honró. En otro orden de ideas, ésta debe ser la residencia de Thor. Él está por estos alrededores; lo presiento. ¡Thor, sal a mi encuentro! No habrá reproches. No busco que rindas cuentas; no hay tiempo. Tampoco magulladuras. Si supieras que la muerte se cierne sobre nosotros... no obstante, quizá lo sepas. ¿Estás ahí? Quizás no sea más que un delirio. No sé a qué atenerme... ¿viene o no? ¿Soñamos? Thor tanto tiempo ausente, yo te conjuro, si es el caso, para evitar mi pesar: sé para mí autor de dulce término. Ah, aquí estás... pero... no, no huyas. No te guardo odio. ¡Vuelve! No te guardo odio, si yo lo buscaba. Lástima no contar con tiempo e instrumental para redactar una esquela de suicidio... y esta daga con tus huellas...

miércoles, 6 de junio de 2007

Conmoción

Sube al taxi pensando que después de diez años son pocas las cosas que han cambiado. Está en Palermo, se dio cuenta luego de caminar un par de cuadras. Le indica al conductor un punto preciso en el centro y mira ávidamente por las ventanillas a la gente que comienza a reunirse en las veredas comentando sobre el extraño color del cielo. Pronto, los otros: los yuppies, los ocupados, los alienados de siempre, invaden esta y otras calles demasiado concentrados en sus propios asuntos y en la ansiedad de regresar a casa, para dirigir siquiera una mirada hacia arriba.

"Calor, ¿eh?" le pregunta el taxista, con esa impune confianza que da la certeza del improbabilísimo reencuentro.

Sasha está lejos de ahí, mira sin ver pensando en él. ¿Seguirá allí, donde solíamos juntarnos con el resto del staff? Tal vez... Recuerda las interminables discusiones en las que él salía desgastado, aplastado por sus arranques de ira, muchas veces llorando e irremediablemente más débil. Siempre supeditado a su ego, a sus caprichos de prima donna; porque era ella, y sólo ella, el alma mater del emergente grupo teatral. Y su palabra era ley, en el escenario y en la cama, en la casa y en las reuniones.

Iván era bello, encantador, pero débil. Un cero a la izquierda, el asistente del director las más de las veces y las menos, en escena, un segundón tímido que la adoraba. Fue sencillo enamorarse de él... Es tan difícil encontrar una adoración sincera y desinteresada en el ambiente artístico, pensaba Sasha.

Al principio le dio todo, y después lo sometió a sus más inhumanos designios. Solamente Estela, su compañera en escena, se atrevió a enfrentarla con una observación sobre el tema: "Nunca voy a entender a quién odiás tanto, que te descargás con Iván".

¿Al mundo? ¿A ella misma? ¿A esos padres que le dieron todo menos la satisfacción de su compañía en cada una de las presentaciones donde se la aclamaba como "revelación", "joven promesa"? ¿Al mundo?

A Iván no, seguro que no. Pero no lo amaba, y era sumamente fácil volverlo blanco de su ciclotimia arrasadora. Hasta aquél día en que volaron papeles primero, ropa y objetos más pesados después, cuando él le dijo que se iba, que dejaba incluso al grupo en el que tenía puesta toda su esperanza profesional, para alejarse de su influencia dañina.

"Me voy, o me muero" le había dicho sin pizca de dramatismo: Iván era demasiado serio para jugar con aquellas cosas. Pero ella no. Ella era la reina del drama. No iba a quedarse sin la última palabra. Desesperada por retenerlo, furiosa ante la perspectiva de una humillación más pública que cualquiera de sus logros, se paró junto a la ventana del tercer piso y anunció: "Lo que vos decís, yo lo hago".

Y voló.

Es mentira, piensa, que quienes saltan al vacío se arrepienten antes de tocar el suelo. Se arrepienten en el mismo instante en que sus pies pierden el apoyo y ya no tienen control sobre su peso muerto, cayendo a plomo sobre el pavimento. Y ella, que nunca tuvo vergüenza antes, siente eso: vergüenza de aquel impulso pueril que siguió por un mero capricho punitivo hacia otro. Un otro suficientemente castigado por sus excentricidades, por sus depresiones, por su desamor y sobre todo por el sistemático boicot que ella había impuesto a sus sueños.

"Llegamos" dice el taxista. Casi no ha visto el paisaje urbano desenvolverse con el fondo de los bocinazos y el humo de los colectivos. Pero llega al viejo teatro donde se reunían con el staff, diez años atrás, dispuesta a redimirse ante Iván. Sabe Dios cuánto habrá sufrido esa imagen grabada en su cabeza, la mujer amada saltando al vacío para castigarlo. Aunque está convencida de que es iluso de su parte pensar que va a encontrarlo ahí, justo en el lugar donde todo terminó, para comenzar.

La sorprenden las luces de la puerta, la fachada arreglada, los escalones orlados de pana roja, el movimiento de boleteros y muchachas uniformadas. Sus ojos suben aún más, hasta la marquesina; hasta la foto de una sonriente Estela (para la que, definitivamente, no pasaron los años), como protagonista. A su lado, Iván. La expresión aniñada e inocente, desaparecida para siempre de su rostro: ahora es cabecera de la obra que siempre quiso hacer y todo el abatimiento de sus días pasados, transmutado en aplomo, le cae a Sasha como un balde de agua fría.

Entra sin prestar atención a los boleteros. Ellos no la miran nunca; ha comenzado a soplar un viento extraño, cálido, continuo y trepidante que sacude un poco el cartelón de entrada. Sube las escaleras, va hacia la derecha... no; ahora se entra al escenario por ahí. A la izquierda, las escaleras que llevan a los camarines. Sube, reconociendo el olor que ni los años ni el dinero ni el éxito de taquilla lograron cubrir. Escucha risas y algún corcho que vuela despedido de una botella, y se da cuenta, al abrir la puerta, que nadie ahí dentro tiene conciencia del fin.

Sonríe al verles la cara. Él está de espaldas a la puerta y no se percata enseguida del silencio que precede a su entrada; acaba de advertir a través de la ventana las nubes doradas, el viento que comienza a llevarse las ramas de los árboles y algunas marquesinas. "Pucha, el auto" lo escucha decir, mientras se acerca a él y piensa con el corazón a cien pulsaciones por minuto, que está parado en el lugar exacto donde lo vio por última vez hace diez años.

"Vieron eso..." empieza a preguntar Iván mientras se vuelve y la ve; se congela en un gesto de asombro que ella aprovecha para tomarle la cara entre las manos con una sonrisa estática. El único que alguna vez la amó no la esperaba en absoluto; lee en sus ojos la incomodidad y la culpa por no haberla extrañado como debería. Lo sabe. Su muerte del cisne es el susurro que todos pueden oír, mientras el cuarto tiembla y las lámparas tintinean:

"Me deja mucho más tranquila, que mi muerte haya servido para que te fuera bien".

El viento dorado abre la ventana de un golpe. Sasha lo abraza, lo empuja.

Saltan.

martes, 5 de junio de 2007

Diez...

Una hora detiene a Cabeza de Gervasio frente a la vidriera, redescubriéndose. Una hora completa que termina convenciéndolo de que:
jamás volverá a ver a su madre;
jamás volverá a pasear a su perro;
jamás podrá concluir El Quijote;
jamás podrá comenzar La Divina Comedia;
jamás podrá releer Socorro 10;
jamás volverá a untar manteca en pan;
jamás volverá a llorar frente a la tumba de su mejor amigo;
jamás conocerá Finlandia;
jamás viajará en tranvía;
jamás terminará de ver El Padrino;
jamás aprenderá a tocar el piano;
jamás volverá a rogar por un aumento de sueldo;
ya no deberá pagar la cuota de su departamento,
ni tendrá que cancelar la cuota de su auto;
no terminará de escribir su novela,
ni podrá enamorarse de una japonesa;
no saldará su deuda con Marcos;
no discutirá más con Berenice;
ya no podrá vengarse de su vecino;
ya no podrá usar las zapatillas nuevas;
no llegará a tiempo para llegar tarde;
no reirá más a carcajadas, ni volverá a sentir el dolor de un pie lastimado, ni podrá comprar ni vender ni regalar ni conversar ni encontrar ni perder ni buscar ni verse envejecer;
porque el tiempo no abunda, y apenas alcanza para robar un beso de esos deliciosos labios que acaban de pasar a su lado y junto a los cuales Cabeza de Gervasio despedirá sus últimos minutos.

lunes, 4 de junio de 2007

Papas

La relación del papado con el gnosticismo es compleja. En general, los Papas han sido tan crédulos como cualquier hijo de zapatero, con la condición de que lo fuesen en la intimidad. Claro, hombres con una fe sobreestimulada, preparada para la maravilla, terminaron poniéndola en donde había algún feedback, aunque más no fuera fruto del sensacionalismo amarillista de la prensa. No se puede mezclar ligeramente a Dios con astros, gatos negros o platos voladores y ventilarlo a la chusma.
Sin embargo, casi no hubo Papa que no creyera en algunos de ellos.

Y en Saint Germain.

Cosme Girolamo Altri había llegado a París a las cinco de la tarde, hora local. Entre salir del Charles de Gaulle y ubicar la tortuosa calle en el barrio latino a la que se dirigía, cerca de la iglesia de Saint Séverin, se hicieron las seis.
La acidez estomacal era todavía más fuerte a medida que crecía el hambre. Se detuvo en uno de los tantos -pintorescos- restaurantes, diciéndose "¡qué demonios!". Se sentó a la mesa, un poco desorientado. Una bonita joven de delantal y cofia apareció para atenderlo y le preguntó: "Qu'est que vous voulez, Monsieur?", con una sonrisa ilusionada de propina.
Cosme titubeó. Agarró la carta con apuro, buscó en el menú, sonrió y le hizo un gesto a la muchacha para que se acercase. Señaló un ítem, le dio algunas instrucciones al oído, en voz muy baja, que fueron repetidas y anotadas en una libreta.
La chica se dio vuelta, mostrando la espalda desnuda, unas bragas de encaje negro que se metían entre las nalgas y medias de encaje con ligas.
Juan XXIV se puso como un tomate, sofocado. Podían acusarlo de cualquier cosa, menos de lujurioso. El voto de castidad jamás había sido roto. Contribuyó quizá su baja estatura, su cabeza de rana toro, y el que fuera calvo desde los veintidós años. Por otro lado, su impasividad de mula de Balaam le había traído como premio inesperado la ausencia de voluntad, necesaria para acometer la rotura del voto.
Tomó el celular de Giuseppe. Marcó un número y esperó. Mientras, otra muchacha pasó a su lado con una bandeja. El Sumo Pontífice evitó cuidadosamente mirarle las posaderas.
Tomó una tarjeta del menú y dictó una dirección en cuanto lo atendieron del otro lado del teléfono. Cortó y se guardó el teléfono en la americana.
De repente se sintió bien. Solo -en vísperas de una opípara cena griega con ouzo, el Sena sudando su vapor fluvial sobre los adoquines que el sol había calentado con alegría durante el día- el fin del mundo parecía algo irreal.
Pero no. Estaba ahí.
Dos muchachas trajeron el servicio. Cosme fingió alegría. Como la del Sol.
Un taxi aparcó cerca. Del asiento trasero se apeó un hombre alto, de unos treinta y tantos años. Pelo largo, castaño oscuro, nariz aguileña y rasgos entre eslavos y semitas. Tenía una barba poblada que terminaba en punta.
Se paró frente a la mesa del sacerdote y esperó que se levantara. Como no lo hizo, se encogió de hombros y se sentó en la silla de enfrente.
Se miraron un minuto o dos. El recién llegado tenía una expresión de reproche. Cosme, de asustada curiosidad.
"Si, tomé un taxi por cuatro manzanas. Tenías hambre, dices. Bien, come. Hace casi cien años que no veo un Papa de carne y hueso, y uno comiendo, siglos", dijo con aire distraído, casi suspirando. "Son ustedes extraños: piden muestras de la existencia de Dios, pero ante la más mínima confrontación se niegan a reconocerlas. Me pasé este último siglo viendo llegar este día. Desde Paceli para acá, están viviendo de prestado ¿Lo sabías?."
Cosme parpadeó. Evidentemente, al decir "Dios, ¿existe?" demostró que no había oído la diatriba del hombre de la nariz aguileña. Éste lo miró, suspiró y elevó los ojos, como implorando paciencia.
"Cierto. Tú no sabes nada ¿no? Ni te molestaste en preguntar. Sólo te dijeron habla con Saint Germain si pasa algo raro. Y acudiste a mí. Pero estás más vacío de fe que un Médici. Eres un tonto, Altri."
"Estoy en la tierra desde que se enfrió el suelo, literalmente. Soy una especie de ejecutivo de cuenta de eso que tú y tus congéneres llaman Dios, Alá, o lo que fuera."
"He sido la serpiente, Melquisedec, Moisés, Elías, El Bautista, Jesús y, finalmente, cuando ya no importaba, terminé siendo Saint Germain. Pero fui la zarza ardiente y la columna de humo y fuego. Luché cuerpo a cuerpo con Jacob en Peniel. Ya sabes."
Adivinó la repregunta en los ojos de Cosme:
"Si, Dios existe. Por lo menos, hay algo que puede ser asimilado a la idea de Dios. No es una persona. No, tampoco es una trinidad, simplón. Para que lo entiendas: Dios es una especie de colectivo filosófico, que cada tanto sufre una crisis de entidad, se reprocha el pasársela haciendo nada y entonces se mete en algún proyecto experimental. Cuando las discusiones son demasiado grandes, hay que experimentar". El Conde se encogió de hombros y cambió levemente de posición.
Cosme masticaba hace rato el mismo pedazo de carne asada. Tragó con dificultad.
"¿Y qué experimenta, eh... Dios, con nosotros?", preguntó antes de tomarse de un solo trago un vaso de ouzo.
Saint Germain lo miró con desilusión.
"¿No lo sabes, no? Eres una lumbrera. Cada santo, iluminado o Papa ha preguntado lo mismo, sin nunca saberlo de antemano: ¡el libre albedrío, qué más! ¿No está claro eso en el Génesis? Eva y la serpiente, Cosme...".
"He sido el ayudante de campo de quien estaba a cargo del experimento: he obrado según sus indicaciones, a veces. Por ejemplo, fui Moisés, en un intento por formar un conjunto de dogmas positivos sobre esa libertad de elección. Diez mandamientos que terminaron siendo miles de reglas. La famosa Ley Mosaica. Nos fue pésimo, sí. Demasiadas normas. Vine como Jesús: quisimos darles una sola consigna para simplificar el asunto: "ama a tu prójimo como a tí mismo" y terminaron complicándola tanto que aquí estás tú, el último Pedro, digno heredero de lo rústico y terco del primero. A quien conocí, por supuesto."
"También obré por propia cuenta, con resultados diversos: fui Mahoma de motu propio y así me fue. Guerra santa. No se puede con ustedes", dijo con algún resentimiento.
"Se les dieron un conjunto de normas concretas, eso que llaman ciencia, que no es más que el conjunto de reglas que gobiernan este mundo. Veladas pero asequibles. Dominarlas era multiplicar los panes y los pescados, para que tuvieran en qué entretenerse. También, con la excusa de Eva, un conjunto de nociones precognitivas claras: el bien y el mal, que no es más que moral y religión".
"La histeria fue casi instantánea ¡Acabemos con el mundo! Primero los débiles, por supuesto. No hubo civilización que no haya tenidos esclavos. Luego entró la verdadera enemiga del libre albedrío, la pústula asquerosa que lo infecta todo, sobre todo a tu Roma y de la cual te has servido para ser Papa: la política. Con ella en la mano las guerras, desde Napoleón para acá, han sido cada vez peores. La Segunda Guerra hizo que ese Dios abstracto y ausente levantara una ceja. Las últimas guerras; Balcanes, Pakistán, Irak y ¡Palestina, nada menos! colmaron la medida".
"¿Sabes porqué se termina el mundo, Cosme? No, no es por la maldad: Vivir haciendo un esfuerzo por ignorar que se empalan niños por diversión, exige estar loco. El mundo no se acaba porque existan los Hitlers, sino porque hay gente -totalmente incapaz de ser como ellos- que los tolera. Tú, manso Cosme, no eres más que la muestra de ello: en la primera encíclica que te hizo firmar el alemán, como le llamas, condenaste las uniones homosexuales... ¡Condenaste el amor, maldito idiota!"
El Papa, con su acostumbrada pasividad puesta a prueba por el epíteto, intentó balbucear alguna protesta, pero Saint Germain, o quien fuera, no le dio tiempo.
"El experimento no está enfermo de maldad, no. Está podrido de neurosis y esquizofrenia. Hasta yo me he enfermado. Desesperado, he sido al mismo tiempo Voltaire para el mundo y Saint Germain para el estúpido de Luis XV y su engreída Madame de Pompadour. Todo por sacar de una vez a Europa de la imbecilidad endogámica y provocar, de una vez por todas la revolución francesa. Termina el cuento con Napoleón, el epítome del loco. El paradigma del chalado ¡Odio a Napoleón! Con él se demostró que el experimento estaba fuera de control. Hemos decidido terminar con ustedes. Y yo me iré, derrotado, de aquí".
"Algunos parece que han presentido el final con alguna anticipación. Mejor para ellos. Nunca lo hubiese creído de ti. Al final, resultaste una sorpresa".
El Papa había dejado el plato a medio terminar, pero el ouzo seguía viajando de la botella a su boca con regularidad, usando el vaso como asiduo vehículo de transporte.
En realidad, a Cosme toda la explicación se le redujo a una sola cosa: moriría. Sus capas de fe empezaban a separarse. A secarse, como les pasa a las cebollas. Il Cetriolo estaba, quizá por primera vez, perdiendo la calma.
Saint Germain se dio cuenta de que había perdido a su interlocutor. El horror vacui se había apoderado de él.
"Cosme, Cosme. No importa qué hagas. Ser Papa no significa nada. Ni hoy ni nunca. Hubieses amado, como se te dijo. Cómete ese cordero ¿quieres? Disfrútalo. De eso se trató siempre. Y vamos por tu fin del mundo ¿Qué deseas?."
Cosme retomó la comida. Pensativo, eligiendo al cabo:
"¿Sabes? No quiero nada especial. Pero quisiera que alguien se acordara de mí antes de que termine este día. He estado muy solo."
"Sea", dijo Saint Germain-Jesús-Mahoma-Voltaire. "Debo irme. Ya sabes."
Miró a la camarera, que devolvió una sonrisa cómplice.
Cosme siguió con la vista a la muchacha, hasta que otra vez le dio la espalda. No detuvo su vista, sino que admiró con curiosidad sus curvas. Sintió una punzada extraña en el abdomen. Al volver a mirar enfrente suyo, Saint Germain había desaparecido.
Pidió la cuenta, pagó y se bebió el último resto de bebida.
Se retiró del restaurant con paso incierto y algo sinuoso. Sonó el celular. Era Giuseppe. Le preguntó con seriedad si estaba todo bien, que de repente había pensado en él.
Cosme Girolamo Altri sonrió. Miró las nubes doradas, hacia el horizonte. Pensó en su madre, la analfabeta.
Pronto la Ciudad Luz dejaría de existir.
Aún así, París era una fiesta.

viernes, 1 de junio de 2007

Thor

Previo al atentado, se sucedieron diversos episodios de acción directa, detrás de todos los cuales hubo mano de obra insurrecta, prófuga de nuestros tribunales y emplazada casi siempre en la isla de Madagascar. Fue el día de la Fiesta de Warsko —¡pero si de eso hace apenas veinte años!— cuando los rebeldes rebasaron el colmo de la medida. Se supo luego que la conspiración venía urdiéndose desde hacía varios años, y que fue sufragada con fondos, bien que exiguos, oriundos de las haciendas de sir Montefiore o de lord Palmerston o de alguna otra hija de Sión, no obstante que ya habían quedado atrás los tiempos en que fuéramos asiento de misiles... Definitivamente, no firmaré estos papeles: sólo un apetito desordenado por las formas justificaría consagrar mis últimos instantes a emitir resoluciones de cuyo contenido los interesados nunca habrán de imponerse. Otra fue mi determinación, lo sé, esta mañana, pero entonces no podía sospechar el rumbo inesperado que asumirían los acontecimientos. Bien visto, todo halla su causa en aquel conato de magnicidio. Mi alocución conmemorativa, el estrépito del clockwork explosivo, el subsiguiente tumulto... que el artefacto no causó estrago, por lo menos no el que es dable conjeturar que los traidores procuraban, ninguna duda cabe; pero también es cierto que emprendimos una caza como no se veía desde los tiempos de Warsko, y que se levantó en Jutlavia un teatro punitivo sin par que tuvo por espectadores a las naciones del mundo. De esta época data incluso, merced a mi convocatoria, el renacimiento de la Turba de los Magistrados Hostiles, volcán judicial largo tiempo inactivo... Despertó en el mundo un inusitado interés por todo cuanto guardase relación con nuestra isla y nuestro gobierno. Entonces fue cuando descendiste del avión y, cumplidos los visados pertinentes, compareciste ante mí. Te acompañaban un encanto y una ciencia que no tardé en percibir, y que en seguida supieron agenciarte un puesto privilegiado de observador peregrino. A partir de ese momento me escoltaste a todas partes, siempre con tu cuaderno y tus cintas magnéticas, siempre inquiriendo, siempre en procura de desentrañar los enigmas del alma jutlava. Nada escapó a tu avidez de conocimiento, todo lo indagaste: desde nuestras instituciones judiciales y legisferantes hasta el pasado glorioso que iniciara Mikra, desde la flora y fauna de la isla hasta la idiosincrasia de nuestra población, con sus costumbres nupciales, mercantiles y mortuorias... Un día desperté, y ya te habías ido. Hubo trámites que llevar a cabo; pero tuvo que despegar tu avión y aun perderse en la lejanía para que me apercibiera de que nunca más mis ojos te verían. Tuve que decir: ¡Adiós, profesor, y, contigo, adiós, consuelo! Veinte años pasaron, veinte años de olvido y tantas noches desesperadas, veinte años de fortaleza y seis revueltas sofocadas... y anoche el presagio de la conclusión inminente. No necesitaba que regresaras justamente hoy; sin embargo, tal hiciste. No te llamaban Thor ni el nombre de tu familia era Albrektsen ni ejercías una cátedra en la Universidad de Aalborg: eras un mero tenedor de libros y tus nombres convenían a la onomástica jutlava... pero eras tú, no lo dudé ni por un instante. Podrías trocarte en mujer o incluso en cabra, y yo seguiría reconociéndote bajo el resplandor de mis lámparas de esperma de ballena. Sólo me resta saber qué asunto te trae de nuevo a Jutlavia, y si es uno de índole conexa con los eventos que pronto ocurrirán.

jueves, 31 de mayo de 2007

Once.

Dos sensaciones embargaron a Gervasio al despertar. La primera le era dolorosamente familiar, persistente e inquieta como una navaja ciega: migraña. Y ésta, más que otras veces, la realidad se le presentaba distorsionada, vibrante y ligeramente desencajada. Cierto era, no obstante, que nunca antes había sufrido de una migraña –intensa o no– a sabiendas del fin del mundo. La segunda sensación era diferente: una suerte de desenfoque táctil, una falta de sensibilidad que, como comprobaría más tarde, no era otra cosa que falta de corporeidad.

Algo sucedía. Aún entumecido por el sueño interrumpido, Gervasio tuvo perfecta conciencia del pájaro que, cruzando su vista, desapareció en el aire como tras un bloque de concreto. Y había más. Edificios que desaparecían en el cuarto piso y reaparecían en el noveno, copas de árboles suspendidas en el aire, hasta un niño que, caminando distraído, se volvía visible e invisible a intervalos irregulares, como si su existencia dependiera de un sistema de transimisión satelital deficiente y en plena tormenta.

Gervasio avanzó. No tardó en adivinar el colapso que, sutil como un huracán, comenzaba a filtrarse en la realidad. En apenas tres pasos, el edificio que antes había visto perdió su segundo piso y una pared completa, la de orientación oeste. Gervasio sonrió con la sonrisa más amplia que alguna vez tuvo oportunidad de exhibir, y avanzó más. Incrédulo, los ojos como lámparas, miró todo con renovado –exagerado– interés. Pero...

El rabillo del ojo lo detuvo, al pasar junto a la vidriera de un bar en plena desintegración. No entendió que era él la única persona consciente de la realidad en desagote. Tampoco tuvo noción de que estaba dándose lugar un cambio en la frecuencia energética del planeta, ni que ese cambio estaba produciéndose de manera desordenada, a pesar de las minuciosas precauciones tomadas en la Frecuencia Superior. Nada en el mundo lo había preparado para recibir, de propio reflejo, una mera cabeza huérfana, su cabeza, incrédula, los ojos como lámparas. Y nada más.