lunes, 4 de junio de 2007

Papas

La relación del papado con el gnosticismo es compleja. En general, los Papas han sido tan crédulos como cualquier hijo de zapatero, con la condición de que lo fuesen en la intimidad. Claro, hombres con una fe sobreestimulada, preparada para la maravilla, terminaron poniéndola en donde había algún feedback, aunque más no fuera fruto del sensacionalismo amarillista de la prensa. No se puede mezclar ligeramente a Dios con astros, gatos negros o platos voladores y ventilarlo a la chusma.
Sin embargo, casi no hubo Papa que no creyera en algunos de ellos.

Y en Saint Germain.

Cosme Girolamo Altri había llegado a París a las cinco de la tarde, hora local. Entre salir del Charles de Gaulle y ubicar la tortuosa calle en el barrio latino a la que se dirigía, cerca de la iglesia de Saint Séverin, se hicieron las seis.
La acidez estomacal era todavía más fuerte a medida que crecía el hambre. Se detuvo en uno de los tantos -pintorescos- restaurantes, diciéndose "¡qué demonios!". Se sentó a la mesa, un poco desorientado. Una bonita joven de delantal y cofia apareció para atenderlo y le preguntó: "Qu'est que vous voulez, Monsieur?", con una sonrisa ilusionada de propina.
Cosme titubeó. Agarró la carta con apuro, buscó en el menú, sonrió y le hizo un gesto a la muchacha para que se acercase. Señaló un ítem, le dio algunas instrucciones al oído, en voz muy baja, que fueron repetidas y anotadas en una libreta.
La chica se dio vuelta, mostrando la espalda desnuda, unas bragas de encaje negro que se metían entre las nalgas y medias de encaje con ligas.
Juan XXIV se puso como un tomate, sofocado. Podían acusarlo de cualquier cosa, menos de lujurioso. El voto de castidad jamás había sido roto. Contribuyó quizá su baja estatura, su cabeza de rana toro, y el que fuera calvo desde los veintidós años. Por otro lado, su impasividad de mula de Balaam le había traído como premio inesperado la ausencia de voluntad, necesaria para acometer la rotura del voto.
Tomó el celular de Giuseppe. Marcó un número y esperó. Mientras, otra muchacha pasó a su lado con una bandeja. El Sumo Pontífice evitó cuidadosamente mirarle las posaderas.
Tomó una tarjeta del menú y dictó una dirección en cuanto lo atendieron del otro lado del teléfono. Cortó y se guardó el teléfono en la americana.
De repente se sintió bien. Solo -en vísperas de una opípara cena griega con ouzo, el Sena sudando su vapor fluvial sobre los adoquines que el sol había calentado con alegría durante el día- el fin del mundo parecía algo irreal.
Pero no. Estaba ahí.
Dos muchachas trajeron el servicio. Cosme fingió alegría. Como la del Sol.
Un taxi aparcó cerca. Del asiento trasero se apeó un hombre alto, de unos treinta y tantos años. Pelo largo, castaño oscuro, nariz aguileña y rasgos entre eslavos y semitas. Tenía una barba poblada que terminaba en punta.
Se paró frente a la mesa del sacerdote y esperó que se levantara. Como no lo hizo, se encogió de hombros y se sentó en la silla de enfrente.
Se miraron un minuto o dos. El recién llegado tenía una expresión de reproche. Cosme, de asustada curiosidad.
"Si, tomé un taxi por cuatro manzanas. Tenías hambre, dices. Bien, come. Hace casi cien años que no veo un Papa de carne y hueso, y uno comiendo, siglos", dijo con aire distraído, casi suspirando. "Son ustedes extraños: piden muestras de la existencia de Dios, pero ante la más mínima confrontación se niegan a reconocerlas. Me pasé este último siglo viendo llegar este día. Desde Paceli para acá, están viviendo de prestado ¿Lo sabías?."
Cosme parpadeó. Evidentemente, al decir "Dios, ¿existe?" demostró que no había oído la diatriba del hombre de la nariz aguileña. Éste lo miró, suspiró y elevó los ojos, como implorando paciencia.
"Cierto. Tú no sabes nada ¿no? Ni te molestaste en preguntar. Sólo te dijeron habla con Saint Germain si pasa algo raro. Y acudiste a mí. Pero estás más vacío de fe que un Médici. Eres un tonto, Altri."
"Estoy en la tierra desde que se enfrió el suelo, literalmente. Soy una especie de ejecutivo de cuenta de eso que tú y tus congéneres llaman Dios, Alá, o lo que fuera."
"He sido la serpiente, Melquisedec, Moisés, Elías, El Bautista, Jesús y, finalmente, cuando ya no importaba, terminé siendo Saint Germain. Pero fui la zarza ardiente y la columna de humo y fuego. Luché cuerpo a cuerpo con Jacob en Peniel. Ya sabes."
Adivinó la repregunta en los ojos de Cosme:
"Si, Dios existe. Por lo menos, hay algo que puede ser asimilado a la idea de Dios. No es una persona. No, tampoco es una trinidad, simplón. Para que lo entiendas: Dios es una especie de colectivo filosófico, que cada tanto sufre una crisis de entidad, se reprocha el pasársela haciendo nada y entonces se mete en algún proyecto experimental. Cuando las discusiones son demasiado grandes, hay que experimentar". El Conde se encogió de hombros y cambió levemente de posición.
Cosme masticaba hace rato el mismo pedazo de carne asada. Tragó con dificultad.
"¿Y qué experimenta, eh... Dios, con nosotros?", preguntó antes de tomarse de un solo trago un vaso de ouzo.
Saint Germain lo miró con desilusión.
"¿No lo sabes, no? Eres una lumbrera. Cada santo, iluminado o Papa ha preguntado lo mismo, sin nunca saberlo de antemano: ¡el libre albedrío, qué más! ¿No está claro eso en el Génesis? Eva y la serpiente, Cosme...".
"He sido el ayudante de campo de quien estaba a cargo del experimento: he obrado según sus indicaciones, a veces. Por ejemplo, fui Moisés, en un intento por formar un conjunto de dogmas positivos sobre esa libertad de elección. Diez mandamientos que terminaron siendo miles de reglas. La famosa Ley Mosaica. Nos fue pésimo, sí. Demasiadas normas. Vine como Jesús: quisimos darles una sola consigna para simplificar el asunto: "ama a tu prójimo como a tí mismo" y terminaron complicándola tanto que aquí estás tú, el último Pedro, digno heredero de lo rústico y terco del primero. A quien conocí, por supuesto."
"También obré por propia cuenta, con resultados diversos: fui Mahoma de motu propio y así me fue. Guerra santa. No se puede con ustedes", dijo con algún resentimiento.
"Se les dieron un conjunto de normas concretas, eso que llaman ciencia, que no es más que el conjunto de reglas que gobiernan este mundo. Veladas pero asequibles. Dominarlas era multiplicar los panes y los pescados, para que tuvieran en qué entretenerse. También, con la excusa de Eva, un conjunto de nociones precognitivas claras: el bien y el mal, que no es más que moral y religión".
"La histeria fue casi instantánea ¡Acabemos con el mundo! Primero los débiles, por supuesto. No hubo civilización que no haya tenidos esclavos. Luego entró la verdadera enemiga del libre albedrío, la pústula asquerosa que lo infecta todo, sobre todo a tu Roma y de la cual te has servido para ser Papa: la política. Con ella en la mano las guerras, desde Napoleón para acá, han sido cada vez peores. La Segunda Guerra hizo que ese Dios abstracto y ausente levantara una ceja. Las últimas guerras; Balcanes, Pakistán, Irak y ¡Palestina, nada menos! colmaron la medida".
"¿Sabes porqué se termina el mundo, Cosme? No, no es por la maldad: Vivir haciendo un esfuerzo por ignorar que se empalan niños por diversión, exige estar loco. El mundo no se acaba porque existan los Hitlers, sino porque hay gente -totalmente incapaz de ser como ellos- que los tolera. Tú, manso Cosme, no eres más que la muestra de ello: en la primera encíclica que te hizo firmar el alemán, como le llamas, condenaste las uniones homosexuales... ¡Condenaste el amor, maldito idiota!"
El Papa, con su acostumbrada pasividad puesta a prueba por el epíteto, intentó balbucear alguna protesta, pero Saint Germain, o quien fuera, no le dio tiempo.
"El experimento no está enfermo de maldad, no. Está podrido de neurosis y esquizofrenia. Hasta yo me he enfermado. Desesperado, he sido al mismo tiempo Voltaire para el mundo y Saint Germain para el estúpido de Luis XV y su engreída Madame de Pompadour. Todo por sacar de una vez a Europa de la imbecilidad endogámica y provocar, de una vez por todas la revolución francesa. Termina el cuento con Napoleón, el epítome del loco. El paradigma del chalado ¡Odio a Napoleón! Con él se demostró que el experimento estaba fuera de control. Hemos decidido terminar con ustedes. Y yo me iré, derrotado, de aquí".
"Algunos parece que han presentido el final con alguna anticipación. Mejor para ellos. Nunca lo hubiese creído de ti. Al final, resultaste una sorpresa".
El Papa había dejado el plato a medio terminar, pero el ouzo seguía viajando de la botella a su boca con regularidad, usando el vaso como asiduo vehículo de transporte.
En realidad, a Cosme toda la explicación se le redujo a una sola cosa: moriría. Sus capas de fe empezaban a separarse. A secarse, como les pasa a las cebollas. Il Cetriolo estaba, quizá por primera vez, perdiendo la calma.
Saint Germain se dio cuenta de que había perdido a su interlocutor. El horror vacui se había apoderado de él.
"Cosme, Cosme. No importa qué hagas. Ser Papa no significa nada. Ni hoy ni nunca. Hubieses amado, como se te dijo. Cómete ese cordero ¿quieres? Disfrútalo. De eso se trató siempre. Y vamos por tu fin del mundo ¿Qué deseas?."
Cosme retomó la comida. Pensativo, eligiendo al cabo:
"¿Sabes? No quiero nada especial. Pero quisiera que alguien se acordara de mí antes de que termine este día. He estado muy solo."
"Sea", dijo Saint Germain-Jesús-Mahoma-Voltaire. "Debo irme. Ya sabes."
Miró a la camarera, que devolvió una sonrisa cómplice.
Cosme siguió con la vista a la muchacha, hasta que otra vez le dio la espalda. No detuvo su vista, sino que admiró con curiosidad sus curvas. Sintió una punzada extraña en el abdomen. Al volver a mirar enfrente suyo, Saint Germain había desaparecido.
Pidió la cuenta, pagó y se bebió el último resto de bebida.
Se retiró del restaurant con paso incierto y algo sinuoso. Sonó el celular. Era Giuseppe. Le preguntó con seriedad si estaba todo bien, que de repente había pensado en él.
Cosme Girolamo Altri sonrió. Miró las nubes doradas, hacia el horizonte. Pensó en su madre, la analfabeta.
Pronto la Ciudad Luz dejaría de existir.
Aún así, París era una fiesta.

2 comentarios:

Cassandra Cross dijo...

Sabe, a veces leerlo me corta la respiración. Y con qué gusto...

Me fascinó absolutamente toda la historia y cómo la resolvió, y todo eso... sabe?

claro que sabe...

Sigo leyendo. Esta noche, Sasha's ending...

Van Meegeren dijo...

Sublime.