lunes, 28 de mayo de 2007

Pepinos

Mientras no son arrancados de la planta, los pepinos tienen la propiedad de mantenerse casi diez grados más fríos que el ambiente. De ahí la expresión "Frío como un pepino". A Juan XXIV le llamaban Il Cetriolo, tanto por su capacidad de mantenerse frío en las circunstancias más calientes, como por su escaso valor.
Indolente para confrontar, seco de ideas y demasiado abúlico para sentirse intimidado alguna vez, se la pasaba escuchando los desvaríos de los más nerviosos y desbocados. Al final, cuando la inteligencia era anegada con la histeria general, el cardenal Altri flotaba entre los riscos sacando a toda la cordada del peligro. Se le debía mucho, y él lo sabía.

Una vez terminado de vestir, il Cetriolo debería haberse tomado unos segundos, tan demorados ya, para reflexionar sobre el fin del mundo. Pero estaba muy ocupado pasando por la repentina auto conciencia de la muerte inevitable: el miedo se apoderaba de su cuerpo, entumeciendo sus intestinos y cerrándole el punto de vista, de suerte que apenas veía por una hendija frente a él. Giuseppe pasaba raudo por el limitado campo visual, cual moscardón del otro lado del vano de una puerta. Intentaba seguirlo, pero el mínimo movimiento del cuello le producía un dolor tan agudo en el abdomen que hubiese gritado, de poder.
"¿Moriré?", dudó en alta voz. Al oírlo, el asistente cambió el gesto normalmente ceñudo y sonrió con condescendencia.
"Pero, Cosme, cómo vas a morir, qué cosas dices. Es el segundo plato de straginates e salsiccia de anoche, que te dijeron evites, el que habla. Hazle caso al médico y ya".
El Papa bufó, con dolor, molesto.
"Llamaré al médico, pero no vendrá hasta que tu alemán le confirme que puede venir", dijo con fingida candidez.
Juan XXIV no oía al mico. El monólogo interior, pasado un poco el estremecimiento, lo aturdía.
"¿Qué hago? ¿Qué hubiese hecho alguno de mis antecesores ahora mismo? No puedo salir a gritar por toda la Piazza San Pietro que se acaba el mundo ¿Y que de Dios ni noticias? Bueno, eso podía arreglarse, como se hizo siempre".
Con algo de cinismo, sabía que al decir fin del mundo y Dios en la misma frase, todos -hasta el ateo más acérrimo- los asociarían, obedeciendo como perros de Pavlov al condicionamiento de siglos. Pero no.
"Mal negocio. No tiene sentido. Y me voy a pasar este escaso tiempo dando explicaciones, sobre todo, intramuros. El alemán me va a enloquecer con sus preguntas" Tomó una determinación, encogiéndose de hombros.

La unión de cordadas que lo sostuvo como nuevo Papa estuvo varias veces al borde del surmenage colectivo. El Cardenal Hausberger -el alemán- era quien operaba. Sabía que su tiempo como Supremo Pontífice había pasado -tenía ochenta y nueve años- por lo que se conformaba con ser Secretario de Estado. El cónclave era un lugar bastante complicado, lleno de subterfugios y dobles -y hasta triples- lecturas de todo lo que se decía. Por ejemplo, al anterior Juan intentaron boicotearle el Solio Supremo diciendo que era diabético. Ante el infundio, Angelo Giuseppe Roncalli se sentó entre los purpurados con una bandeja de pasteles dulces y se los terminó con glotonería. El próximo Papa podía sufrir de gula, pero no de diabetes.
Así que Cosme terminó siendo Papa con un secretario de Estado al que no le tenía particular simpatía. Era todo lo opuesto a él: se la pasaba maquinando, desconfiando, enumerando cosas, previendo complots e imaginando enemigos donde no los había. Había sido el precio a pagar. El no vería, en vida de Hausberger, a nadie que Hausberger no quería que viera. Así como el Pontífice tenía la llave del teléfono directo de Dios, Karl Hausberger tenía en su despacho todas las llaves que conducían al Solio de Pedro. Incluso, decidía sobre el médico papal.
Cosme no podría usar ni una sola vía de comunicación con el mundo exterior sin pasar por Karl. Y convencer a ese testarudo hijo de puta era una cosa que necesitaba demasiada energía. Algo que ni la inminencia del fin del mundo conseguía generarle.
"Giuseppe ¿tú tienes un celular, no?", preguntó con un tono de voz amable.
"No, Cosme, no se nos permite. El alemán fue claro con eso", dijo el servicial asistente, cantando la frase mientras mentía.
"Claro ¿y cómo haces para llamar a esa querida tuya de Viterbo? ¿Usas el teléfono del despacho, el cual sabes está intervenido?". Lo miró por sobre los lentes y sonrió con indulgencia. "¿Me creías tan estúpido? Hace como veinte años que lo sé. Karl no lo sabe, por supuesto. Jamás se lo diría".
"Dámelo, lo necesito para algo", estiró el brazo sabiendo que el teléfono, aún con la temperatura corporal del Giuseppe, sería depositado en su mano, obedientemente.
"Gracias. Ahora vete. Pero quédate en el pasillo. No bajes las escaleras. Nos vamos en un momento". Pensó un segundo. "Mejor, vístete de paisano, sin ninguna señal que te identifique. Y te ordeno que no hables con nadie... -interrumpió la pregunta que ya se formaba en la boca del asistente- No, perdón: te lo pido como un favor. Ahora, rápido".
Asombrado, Giuseppe se retiró con los ojos abiertos y más encogido de hombros, si podía. Cosme lo conservaba desde su obispado. Era transparente, y bastante frívolo, pero estaba enamorado de una muchacha huérfana, a la que aún veía en secreto y eso lo hacía muy reservado y fiel. El mico era impermeable al alemán y se rezongaban entre dientes. Hausberger lo quiso hacer desaparecer, como una de sus primeras medidas, aduciendo que estaba haciéndose viejo y prometiéndole un cargo importante e inútil en una institución vaticana. No hizo más que provocar la terquedad papal, y la enemistad del asistente.

Tomó un libro de la biblioteca, buscó una página determinada. Rumió un numero e hizo una llamada usando el celular de Giuseppe. Sacó una valija pequeña de detrás de un armario. Intercambió sus ropas con las que había dentro de ella -de civil- y se remató con una boina y anteojos oscuros. Tomó un bastón específico del montón que se alineaban cerca de la puerta. Lo blandió con decisión y salió al pasillo. Parecía Carlo Ponti. Giuseppe aparecía ya, saliendo de la habitación contigua.
"No hables. Mantente mudo. Sólo acompáñame".
No fue a la escalera principal. Fue hacia la pequeña puerta del gabinete de servicio donde se guardaban enseres de limpieza y trastos varios. Empujó una moldura hacia dentro. Se oyó una serie de sonidos bastante sordos. Corrió a la habitación de Giuseppe y se paró al lado del ropero, único mueble antiguo de una habitación casi moderna.
"Ayúdame a correrlo", le dijo al asistente.
Se movió fácilmente, pues no estaba apoyado sobre el piso, para asombro del sacerdote. Detrás de donde estaba el ropero, apareció un hueco en la pared. El Papa se metió en un pasillo estrecho, mientras le hacía señas a Giuseppe para que entrara. Se escuchó un clac cuando apretó un ladrillo y el ropero se movió solo, tapando el pasadizo.
Comenzó una travesía desesperante de varios kilómetros por dentro de las paredes vaticanas. El pasadizo era un secreto mal guardado, sin embargo, sólo podía ser usado por algunos que sabían cómo hacerlo. Y esos pocos eran todos italianos. Karl desconfiaba de él, por supuesto. Pero temía que alguien entrara por él, no que saliera.
En un punto equidistante de los límites de la ciudad estado, saliendo de detrás de una escultura gigantesca, llegaron a un pasillo casi público, conocido vagamente por Giuseppe. Siguieron por él hasta una fuente, algo deteriorada. Una monja que iba con paso cansino de repente se sorprendió de ver a esos desconocidos ahí. Pero al cabo reconoció a Giuseppe, y entonces miró extrañada al paisano de boina, anteojos oscuros, bastón y cazadora de cuero.
"El mico me va a hacer descubrir", pensó Altri. Decidió que igual no era relevante, e ignoró a la monja.

Se metieron dentro de la pileta vacía de la fuente, rodearon el centro y otra vez, Cosme accionó algún mecanismo. Una puerta trampa se abrió en el piso. Bajaron por una escalera a una especie de habitación preparada para recibir el agua que, en uso de la fuente, seguramente caería con estrépito al nivel inferior. A pesar de que no se usaba, las paredes rezumaban moho y olían mal.
Recorrieron nuevos pasajes, hasta que uno terminó abruptamente en pared. Otra vez, Altri tocó algunos puntos invisibles para Giuseppe y lo que había parecido una pared firme se dividió en dos, pivotando una mitad sobre uno de sus ángulos inferiores.
Salieron a la calle, de detrás de unos matorrales bastante secos que otrora habían sido plantas ornamentales.
Dos automóviles los esperaban. Ambos negros, sin marcas visibles y con sendos choferes. Condujo al de adelante a Giuseppe, tomándolo del codo. Le abrió la puerta trasera y lo introdujo.
Cerró la puerta y por la ventanilla le sonrió.
"Tómate el día. Vete a Viterbo, con esa condición te lo doy. Has sido un buen amigo. Nunca te lo dije, y he estado mal".
Caminó hacia el otro auto, pero se volvió habiendo dado dos pasos.
La cara de Giuseppe era un poema. La boca y los ojos hacían un terceto de círculos en su cara.
"Hasta mañana, Giuseppe. Ve con Dios". Giuseppe sonrió, aliviado.

Se dirigió al otro auto, entró en él y le dijo al chófer: "A Fiumiccino, subito"

3 comentarios:

Lucho Bordegaray dijo...

Morris West se hubiese deleitado leyendo este texto. O mejor: lo hubiese invitado a usted, Fender, a tomar un café y charlar largamente.

donnie dijo...

Yo todavía ni comencé con mi tarde...

Uy.

Cassandra Cross dijo...

Qué bueno que se pone esto :-D

kiwiiiiiiiiiiiiii!

ehem

bueno, más recatadamente: le felicito. Su relato hace que hasta me parezca interesante ser Papa.