jueves, 31 de mayo de 2007

Once.

Dos sensaciones embargaron a Gervasio al despertar. La primera le era dolorosamente familiar, persistente e inquieta como una navaja ciega: migraña. Y ésta, más que otras veces, la realidad se le presentaba distorsionada, vibrante y ligeramente desencajada. Cierto era, no obstante, que nunca antes había sufrido de una migraña –intensa o no– a sabiendas del fin del mundo. La segunda sensación era diferente: una suerte de desenfoque táctil, una falta de sensibilidad que, como comprobaría más tarde, no era otra cosa que falta de corporeidad.

Algo sucedía. Aún entumecido por el sueño interrumpido, Gervasio tuvo perfecta conciencia del pájaro que, cruzando su vista, desapareció en el aire como tras un bloque de concreto. Y había más. Edificios que desaparecían en el cuarto piso y reaparecían en el noveno, copas de árboles suspendidas en el aire, hasta un niño que, caminando distraído, se volvía visible e invisible a intervalos irregulares, como si su existencia dependiera de un sistema de transimisión satelital deficiente y en plena tormenta.

Gervasio avanzó. No tardó en adivinar el colapso que, sutil como un huracán, comenzaba a filtrarse en la realidad. En apenas tres pasos, el edificio que antes había visto perdió su segundo piso y una pared completa, la de orientación oeste. Gervasio sonrió con la sonrisa más amplia que alguna vez tuvo oportunidad de exhibir, y avanzó más. Incrédulo, los ojos como lámparas, miró todo con renovado –exagerado– interés. Pero...

El rabillo del ojo lo detuvo, al pasar junto a la vidriera de un bar en plena desintegración. No entendió que era él la única persona consciente de la realidad en desagote. Tampoco tuvo noción de que estaba dándose lugar un cambio en la frecuencia energética del planeta, ni que ese cambio estaba produciéndose de manera desordenada, a pesar de las minuciosas precauciones tomadas en la Frecuencia Superior. Nada en el mundo lo había preparado para recibir, de propio reflejo, una mera cabeza huérfana, su cabeza, incrédula, los ojos como lámparas. Y nada más.

miércoles, 30 de mayo de 2007

Bocanada

Frío.
Exhalé y el aliento tibio me envolvió la cara invitándome a despertar. Finalmente me decidí a abrir los ojos para ver el cielo, pero ya no lo encontré. Me levanté lentamente sintiendo como el frío se apoderaba de mis manos al contactar el suelo duro y entonces noté que aun estaba desnudo; pero mi atención se desviaba hacia otro lado. Estaba nuevamente en mi casa gobernada por el mismo vacío que la caracterizaba desde hacía días, pero al que aun no me acostumbraba, ni tampoco me importaba.
Miré hacia la ventana y encontré una nota pegada recientemente. Me acerqué lentamente con la mente y el cuerpo aun adormecidos por el frío hasta que pude leer mi propia letra. YA SE ACABA. Abrí la ventana para recibir una oleada de gentiles cuchilladas que me cortaron la respiración, y puede ver mi aire escaparse de mi cuerpo como una serpiente blanquecina huyendo del enemigo. Y por un momento me olvidé de mi.
Me asomé y una calle desolada me dio la espalda, mientras señalaba un pequeño destello al final del horizonte, que también se escondía.
Ya se acababa.
Me quedé al borde de la ventana contando los latidos de mi corazón que se aceleraban tranquilamente luchando contra los músculos que se adormilaban. No tenía otra cosa para hacer más que esperar. Ni siquiera tenía algo a qué dedicarle mis pensamientos porque ya sabía lo que iba a pasar. Lo sabía detalladamente.
El sol eventualmente quedó lejos, y así como la oscuridad se abalanzó sobre mí sigilosamente sin dudar, yo me acurruqué en ella para que me hiciera compañía.
Ya casi.

martes, 29 de mayo de 2007

Vibración

Un cabezazo. El mentón golpeando el borde de la cama. Está acalambrada, sin sensibilidad epidérmica, pero con un esfuerzo absolutamente consciente gira todo el cuerpo para quedar tres cuartas partes boca abajo. La cabeza le pulsa y siente un pitido en el oído que reconoce: fármacos, me metieron fármacos hasta las orejas, piensa.

Ya perdió la noción del tiempo que lleva intentando moverse de esa cama, pero es bastante. Afuera (¿a cuántos pisos estoy?) es de día. Va a ser un lindo último día, piensa, y un recuerdo súbito que se le escurre sin que pueda llegar a asirlo, le causa un ataque de risa que la sacude desde las tripas hasta la punta de los dedos de los pies.

La risa la desentumece un poco y entre el velo de lágrimas artificiales de sus ojos puede percibir el revés de su antebrazo. Se sobresalta, pero no por las marcas sucesivas de las agujas, que le han dejado una bonita constelación de moretones. Está mirando un brazo que no es el suyo. Piel opaca, fláccida, un par de lunares (¿o son manchas?) exageradamente grandes. Toma una gran bocanada de aire, como un nadador que se olvidó de respirar mucho tiempo, y es ahí que se da cuenta del ruido extraño que hacen sus pulmones, de la caja toráccica levantándose, las costillas prácticamente pegadas a los músculos, el hambre voraz que comienza a sentir.

Logra acordarse boca abajo, sin dejar de mirarse los brazos. Le duelen absolutamente todas las articulaciones. Está lista para ignorar su aspecto actual, en este día bizarro cualquier cosa puede pasar. Pero le preocupa sobremanera ese retumbar que no cesa, en su cabeza. Como una avalancha en ciernes: eso. Siempre fue buena para definir y percibir cualquier vibración antes que nadie.
Otra bocanada profunda, y está sentada al borde de la cama. Los pies llegan al suelo. No estoy en una institución corriente, piensa; si fueran astutos me habrían atado, previendo que me despertara. ¿O no esperaban que lo hiciera? Eso debe ser. Mierda.

Mierda.

¡Mierda!

La cabeza le retumba cada vez más y más fuerte. Lo que se le viene encima es una comprensión que no quiere tener. Conciencia de sí. Mierda... mierda... mierda... no fue ayer, no es un sueño, no estoy en una institución, ni en un hospital, ¿dónde estoy? ¿Qué pasó?

¿Qué día es hoy?

No enciende luces. No pasa frente al espejo. Va recobrando los sentidos: se huele sucia, se siente pastosa y laxa, enfoca los objetos ya sin lágrimas artificiales. Y no deja de oír el rugido de la nieve en sus oídos. Abre la puerta del único armario con tanta fuerza que se queda con el picaporte. Lo suelta, mete las manos, saca ropa deportiva como para una mujer veinte kilos más grande, pero se la pone igual.

Encuentra un bolso, lo da vuelta sobre la cama con las mismas manos torpes, abre la billetera. No conoce a la mujer pero hay una licencia de enfermera adosada a la foto. Y una libreta de tapas rojas con su nombre: Sasha. Se la guarda en el bolsillo. No hay tiempo, no hay tiempo, en el taxi la leo, no hay tiempo. También hay un crucigrama a medio hacer. Temblando, busca la fecha.

2007. Diez años.

Pasaron diez años, y ella no murió ese día, como había elegido. Y ahora entiende el por qué de la avalancha que acaba de sepultarla bajo kilos y kilos de nieve helada, y el silencio universal en su cabeza, y la absurda risa que le estremece los huesos ante la broma macabra del destino.

Y allá lejos, temblando contra el último resquicio de conciencia, está él.
Vuelve la adrenalina. Vuelven la sensación de hambre, el dolor, la certeza de estar viva para ese único momento que puede cambiarlo todo. Sabe que irá a buscarlo.

En el caserón coquetamente equipado, todos los demás "vegetales V.I.P." yacen para siempre. Pero ella tiene otra oportunidad. Sin que nadie la intercepte, sin que nadie la controle, llega a la puerta de guardia, muestra la credencial ante un vidrio polarizado. Suena la chicharra por última vez. Sasha sale a la calle desconocida bajo un cielo de extrañas nubes doradas.

lunes, 28 de mayo de 2007

Pepinos

Mientras no son arrancados de la planta, los pepinos tienen la propiedad de mantenerse casi diez grados más fríos que el ambiente. De ahí la expresión "Frío como un pepino". A Juan XXIV le llamaban Il Cetriolo, tanto por su capacidad de mantenerse frío en las circunstancias más calientes, como por su escaso valor.
Indolente para confrontar, seco de ideas y demasiado abúlico para sentirse intimidado alguna vez, se la pasaba escuchando los desvaríos de los más nerviosos y desbocados. Al final, cuando la inteligencia era anegada con la histeria general, el cardenal Altri flotaba entre los riscos sacando a toda la cordada del peligro. Se le debía mucho, y él lo sabía.

Una vez terminado de vestir, il Cetriolo debería haberse tomado unos segundos, tan demorados ya, para reflexionar sobre el fin del mundo. Pero estaba muy ocupado pasando por la repentina auto conciencia de la muerte inevitable: el miedo se apoderaba de su cuerpo, entumeciendo sus intestinos y cerrándole el punto de vista, de suerte que apenas veía por una hendija frente a él. Giuseppe pasaba raudo por el limitado campo visual, cual moscardón del otro lado del vano de una puerta. Intentaba seguirlo, pero el mínimo movimiento del cuello le producía un dolor tan agudo en el abdomen que hubiese gritado, de poder.
"¿Moriré?", dudó en alta voz. Al oírlo, el asistente cambió el gesto normalmente ceñudo y sonrió con condescendencia.
"Pero, Cosme, cómo vas a morir, qué cosas dices. Es el segundo plato de straginates e salsiccia de anoche, que te dijeron evites, el que habla. Hazle caso al médico y ya".
El Papa bufó, con dolor, molesto.
"Llamaré al médico, pero no vendrá hasta que tu alemán le confirme que puede venir", dijo con fingida candidez.
Juan XXIV no oía al mico. El monólogo interior, pasado un poco el estremecimiento, lo aturdía.
"¿Qué hago? ¿Qué hubiese hecho alguno de mis antecesores ahora mismo? No puedo salir a gritar por toda la Piazza San Pietro que se acaba el mundo ¿Y que de Dios ni noticias? Bueno, eso podía arreglarse, como se hizo siempre".
Con algo de cinismo, sabía que al decir fin del mundo y Dios en la misma frase, todos -hasta el ateo más acérrimo- los asociarían, obedeciendo como perros de Pavlov al condicionamiento de siglos. Pero no.
"Mal negocio. No tiene sentido. Y me voy a pasar este escaso tiempo dando explicaciones, sobre todo, intramuros. El alemán me va a enloquecer con sus preguntas" Tomó una determinación, encogiéndose de hombros.

La unión de cordadas que lo sostuvo como nuevo Papa estuvo varias veces al borde del surmenage colectivo. El Cardenal Hausberger -el alemán- era quien operaba. Sabía que su tiempo como Supremo Pontífice había pasado -tenía ochenta y nueve años- por lo que se conformaba con ser Secretario de Estado. El cónclave era un lugar bastante complicado, lleno de subterfugios y dobles -y hasta triples- lecturas de todo lo que se decía. Por ejemplo, al anterior Juan intentaron boicotearle el Solio Supremo diciendo que era diabético. Ante el infundio, Angelo Giuseppe Roncalli se sentó entre los purpurados con una bandeja de pasteles dulces y se los terminó con glotonería. El próximo Papa podía sufrir de gula, pero no de diabetes.
Así que Cosme terminó siendo Papa con un secretario de Estado al que no le tenía particular simpatía. Era todo lo opuesto a él: se la pasaba maquinando, desconfiando, enumerando cosas, previendo complots e imaginando enemigos donde no los había. Había sido el precio a pagar. El no vería, en vida de Hausberger, a nadie que Hausberger no quería que viera. Así como el Pontífice tenía la llave del teléfono directo de Dios, Karl Hausberger tenía en su despacho todas las llaves que conducían al Solio de Pedro. Incluso, decidía sobre el médico papal.
Cosme no podría usar ni una sola vía de comunicación con el mundo exterior sin pasar por Karl. Y convencer a ese testarudo hijo de puta era una cosa que necesitaba demasiada energía. Algo que ni la inminencia del fin del mundo conseguía generarle.
"Giuseppe ¿tú tienes un celular, no?", preguntó con un tono de voz amable.
"No, Cosme, no se nos permite. El alemán fue claro con eso", dijo el servicial asistente, cantando la frase mientras mentía.
"Claro ¿y cómo haces para llamar a esa querida tuya de Viterbo? ¿Usas el teléfono del despacho, el cual sabes está intervenido?". Lo miró por sobre los lentes y sonrió con indulgencia. "¿Me creías tan estúpido? Hace como veinte años que lo sé. Karl no lo sabe, por supuesto. Jamás se lo diría".
"Dámelo, lo necesito para algo", estiró el brazo sabiendo que el teléfono, aún con la temperatura corporal del Giuseppe, sería depositado en su mano, obedientemente.
"Gracias. Ahora vete. Pero quédate en el pasillo. No bajes las escaleras. Nos vamos en un momento". Pensó un segundo. "Mejor, vístete de paisano, sin ninguna señal que te identifique. Y te ordeno que no hables con nadie... -interrumpió la pregunta que ya se formaba en la boca del asistente- No, perdón: te lo pido como un favor. Ahora, rápido".
Asombrado, Giuseppe se retiró con los ojos abiertos y más encogido de hombros, si podía. Cosme lo conservaba desde su obispado. Era transparente, y bastante frívolo, pero estaba enamorado de una muchacha huérfana, a la que aún veía en secreto y eso lo hacía muy reservado y fiel. El mico era impermeable al alemán y se rezongaban entre dientes. Hausberger lo quiso hacer desaparecer, como una de sus primeras medidas, aduciendo que estaba haciéndose viejo y prometiéndole un cargo importante e inútil en una institución vaticana. No hizo más que provocar la terquedad papal, y la enemistad del asistente.

Tomó un libro de la biblioteca, buscó una página determinada. Rumió un numero e hizo una llamada usando el celular de Giuseppe. Sacó una valija pequeña de detrás de un armario. Intercambió sus ropas con las que había dentro de ella -de civil- y se remató con una boina y anteojos oscuros. Tomó un bastón específico del montón que se alineaban cerca de la puerta. Lo blandió con decisión y salió al pasillo. Parecía Carlo Ponti. Giuseppe aparecía ya, saliendo de la habitación contigua.
"No hables. Mantente mudo. Sólo acompáñame".
No fue a la escalera principal. Fue hacia la pequeña puerta del gabinete de servicio donde se guardaban enseres de limpieza y trastos varios. Empujó una moldura hacia dentro. Se oyó una serie de sonidos bastante sordos. Corrió a la habitación de Giuseppe y se paró al lado del ropero, único mueble antiguo de una habitación casi moderna.
"Ayúdame a correrlo", le dijo al asistente.
Se movió fácilmente, pues no estaba apoyado sobre el piso, para asombro del sacerdote. Detrás de donde estaba el ropero, apareció un hueco en la pared. El Papa se metió en un pasillo estrecho, mientras le hacía señas a Giuseppe para que entrara. Se escuchó un clac cuando apretó un ladrillo y el ropero se movió solo, tapando el pasadizo.
Comenzó una travesía desesperante de varios kilómetros por dentro de las paredes vaticanas. El pasadizo era un secreto mal guardado, sin embargo, sólo podía ser usado por algunos que sabían cómo hacerlo. Y esos pocos eran todos italianos. Karl desconfiaba de él, por supuesto. Pero temía que alguien entrara por él, no que saliera.
En un punto equidistante de los límites de la ciudad estado, saliendo de detrás de una escultura gigantesca, llegaron a un pasillo casi público, conocido vagamente por Giuseppe. Siguieron por él hasta una fuente, algo deteriorada. Una monja que iba con paso cansino de repente se sorprendió de ver a esos desconocidos ahí. Pero al cabo reconoció a Giuseppe, y entonces miró extrañada al paisano de boina, anteojos oscuros, bastón y cazadora de cuero.
"El mico me va a hacer descubrir", pensó Altri. Decidió que igual no era relevante, e ignoró a la monja.

Se metieron dentro de la pileta vacía de la fuente, rodearon el centro y otra vez, Cosme accionó algún mecanismo. Una puerta trampa se abrió en el piso. Bajaron por una escalera a una especie de habitación preparada para recibir el agua que, en uso de la fuente, seguramente caería con estrépito al nivel inferior. A pesar de que no se usaba, las paredes rezumaban moho y olían mal.
Recorrieron nuevos pasajes, hasta que uno terminó abruptamente en pared. Otra vez, Altri tocó algunos puntos invisibles para Giuseppe y lo que había parecido una pared firme se dividió en dos, pivotando una mitad sobre uno de sus ángulos inferiores.
Salieron a la calle, de detrás de unos matorrales bastante secos que otrora habían sido plantas ornamentales.
Dos automóviles los esperaban. Ambos negros, sin marcas visibles y con sendos choferes. Condujo al de adelante a Giuseppe, tomándolo del codo. Le abrió la puerta trasera y lo introdujo.
Cerró la puerta y por la ventanilla le sonrió.
"Tómate el día. Vete a Viterbo, con esa condición te lo doy. Has sido un buen amigo. Nunca te lo dije, y he estado mal".
Caminó hacia el otro auto, pero se volvió habiendo dado dos pasos.
La cara de Giuseppe era un poema. La boca y los ojos hacían un terceto de círculos en su cara.
"Hasta mañana, Giuseppe. Ve con Dios". Giuseppe sonrió, aliviado.

Se dirigió al otro auto, entró en él y le dijo al chófer: "A Fiumiccino, subito"

domingo, 27 de mayo de 2007

Ratas

Podría abrir los ojos; sin embargo, prefiero aguzar el oído, que es mi sentido favorito. Sí, por supuesto que la vista es maravillosa y sublime, pero a la vez muy limitada: el campo visual es acotado, se pierde algo en cada parpadeo, ofrece un plano único en el que lo de atrás queda oculto por lo de adelante, y mientras dormimos su capacidad de percepción es nula, en tanto que el oído alcanza cualquier sonido del entorno, puede captar el que está detrás de otro, y permanentemente recibe información. Además, siempre asocié la vista a la belleza y el oído, a la verdad, por lo que he sostenido que ver permite acercamientos estéticos al objeto (o sujeto), mientras que oír consolida una aproximación lógica. Con la vista, admiro, descarto o me cautivo; gracias al oído, entiendo, deduzco, me explico. Por eso quiero oír. Ahora voy a oír. Debe haber un mundo a descubrir detrás de ese pitido intermitente que se me hace como nacido conmigo. No, no; sé bien que no es así, que viví muchos años sin su compañía, pero hace tiempo dejó de atormentarme porque lo tengo incorporado y puedo descartarlo.
En fin, no abriré los ojos.
Lo que sucede (y no debo olvidarlo; debo intentar mantener con claridad este tan reciente recuerdo) es que desperté con la certeza de que el fin del mundo es inminente. Aunque me parece más preciso y más placentero decir que desperté por esa certeza, a causa de ella. Desperté sabiendo que moriré junto al resto de la humanidad.
Situación inesperada: por entender tempranamente la naturalidad de la muerte, nunca el fin de mi vida me despertó mayor reacción que una mueca cómplice y algo tierna ante sus contundentes cualidades (inevitable, necesaria, absoluta), pero ahora que ese momento que imaginé íntimo y silencioso se me aparece como universal y alborotado, no puedo sino reír. Conteniendo cualquier exteriorización de la risa, claro está: no quiero despertar ninguna sospecha en los demás, porque también tengo por cierto que casi nadie sabe lo que yo sé. ¿Que cómo lo sé? No, no lo sé; jamás estuve aquí, es decir, así; ésta es una nueva primera vez en mi vida. Desperté con este bagaje, y voy a disfrutarlo.
No reír ni abrir los ojos; a lo sumo, más tarde, espiaré con un párpado apenas levantado. Quiero que ellos continúen sus vidas como todos los días y disfrutar profundamente viendo cómo repetirán por enésima vez uno más de sus ínfimos, tristes y grises días, destilando una mediocridad que no permitiría distinguirlos de un hámster si no fuese por las simpáticas actitudes que suelen tener estos roedores. Desaprovecharán sus últimas horas como lo vienen haciendo desde las primeras, o al menos desde que comenzaron a pulular a mi alrededor. Se justificarán mutuamente con su pedantería académica, exhibirán entre sí sus respectivas satisfacciones, compartirán abyectos sueños que imaginan dorados, cuando lo que deberían hacer es huir desesperados como ratas del fuego.
Todo este festín sucederá ante mis ojos. Perdón, junto a mis oídos.
Están teniendo su juicio final sin más tribunal que mi oreja.

sábado, 26 de mayo de 2007

Gris

Seis y cuarto y el benemérito despertador, tras cincuenta y dos años de incansable servicio y soportando los manoseos y abusos de tres generaciones de González cacerolea por última vez. Anteúltima. Sorpresivamente hoy iba a ser censurado exigiéndosele que volviera a reclamar en diez minutos: era la voluntad del patrón.
Aquel dormitorio pálido, de paredes eternas y mohosas aún conservaba el clima hostil que reinó durante todo su período de utilidad y siquiera la excepcionalidad del día de la fecha es motivo suficiente como para algún esbozo de cambio. El antiquísimo e inmenso radiotransistor que permanecía mudo desde la emoción feroz del gol de Ghiggia ya no soportaba los avatares del tiempo y el derrumbe de su estructura era cuestión de horas. Los afiches con hermosos paisajes a los que González siempre aspiró conocer pero su realidad nunca le permitió, camuflaban las marcas de la humedad en las paredes pendiendo de los últimos vestigios de un pegamento obsoleto. Las esteras oxidadas de su ventana aún no denunciaban el comienzo de un nuevo día, del día, cuando nuevamente el inmaculado despertador insurrecto se pone en acción.
Con un habitual gesto de desasosiego, González, que yacía boca arriba se reclina noventa grados. Con los ojos cerrados calla al adefesio metálico y procede con su rutina. Una ducha breve, afeitada con brocha y navaja, camisa blanca, pantalón marrón, corbata a tono, saco negro, tapado gris, un horror. Es la primera vez en diez años que no tira la toalla en el cesto de al lado del inodoro: mañana será el primer viernes desde su viudez que no vendrá la señora Margarita a barrer el fondo, pasar la aspiradora, lavar la ropa y cocinar para el resto del fin de semana.
Es un día hábil y el detalle que lo distinguía de los otros días ordinarios de la vida de González no implicaba para él la necesidad de escapar a sus obligaciones, por lo que debe emprender viaje hacia el municipio: su oficina y casi todos sus elementos en cajas rotuladas prontos para la mudanza definitiva lo esperaban.
Paró el ómnibus y esta vez tuvo la delicadeza de mirar a los ojos de cobrador y agradecer tras recibir su boleto. Una vez sentado abrió su agenda y se detuvo en un texto impreso que hace un tiempo la recepcionista del municipio le había obsequiado para su cumpleaños. Hablaba de los seres queridos, del goce diario de su cariño, de la libertad, del aire libre, de la auto-superación, de la esperanza, de las ambiciones, de Paulo Coelho y lo rompió. Eran cincuenta y cinco años de buen ciudadano, treinta y siete de fiel servicio a las competencias municipales de su gris Montevideo y no era tiempo de detenerse en aspectos que compusieron un pasado algo lejano. Su misión para el día es clara: instalarse por última vez en la oficina, disfrutar de la cotidianeidad sin el estrés habitual, terminar de empacar y que todo ciclo se cierre de manera ordenada y armónica.
Y así fue. Sin interacción con sus compañeros de división, atrapado en su cubículo. Inconsciente de la inconsciencia colectiva, los dedos entrelazados sobre su abdomen y realizando un movimiento símil pendular desplazado por las rueditas de su silla vio pasar el tiempo. Apagó la radio, hoy prefirió callar al bufón que lo distrajo por mucho tiempo. Desconectó el teléfono, archivó los portarretratos con fotos de su difunta esposa y de aquel hijo al que juró no volver a ver pero por algún motivo no definido aún recordaba mediante fotografías. Archivó el banderín de Defensor Sporting que colgaba la lámpara de escritorio. Apagó la computadora que nunca supo dominar, la insultó por última vez. Sonrió ligeramente. Apiló todas las cajas contra un rincón ante la atónita mirada de una secretaria que por allí pasaba. Luego se dirigió a recepción, robó el suplemento deportivo de El País y sobre las cinco de la tarde se marchó en silencio, sin saludar.
Todas sus energías se concentraban en el deseo ferviente de volver a su cama, lugar del que nunca debió salir desde hace algunos años. El viaje fue tortuoso, le costaba mirar por la ventana. Las calles se mostraban desérticas y la miseria, que siempre abusó de nuestro querido antihéroe hoy cedía y permitía que este se escondiera en sus brazos: se hizo el dormido ante un lumpen que rogaba a los tres pasajeros de la unidad móvil y ansió descender.
Bajó con energía, con decisión, estimulado. Caminó hasta su casa, contempló lo que nunca quiso mirar y no se arrepiente, el atardecer era inminente y hoy se aproximaba la noche de gala.
Puso a hervir agua para una bolsa de agua caliente. Mientras esperaba, recorrió con andar sereno cada rincón de su casa. Pensó que tal vez tenía algún recuerdo por sacar a luz. Sus zapatos hacían crujir el antiguo piso de madera. Miró hacia el fondo, vio la casucha de su también difunto perro abandonada. Concluye que ya no tiene motivos para estar de pie y se considera el autor intelectual de este momento sagrado.
Son apenas las seis de la tarde. González abre un cajón y extrae un recorte que archivaba de una entrevista a Onetti en sus estertores. En su único movimiento veloz del día, arranca con violencia cada uno de los elementos precarios que decoraban las paredes de su dormitorio y pega el recorte en la puerta del placard que estaba a los pies de la cama y se pierde bajo las frazadas.
Quizás el fin del mundo ya pasó.

viernes, 25 de mayo de 2007

Jutlavia

¿Un testamento político? ¿Con qué objeto? Aunque me afanase años enteros en ilustrar al pueblo, nunca lograrían cabal comprensión de mis palabras. Por algo ellos crían las cabras, yo llevo la cosa pública, y todos vivimos de la cría de cabras... De cualquier modo, el tiempo nos apremia y la vida de un hombre se resume en un día, y la de un pueblo y, con él, tanta sangre y tanta poesía. Contemplo las montañas que circundan Palacio —escarpadas, y en cuyos picos titilan las almas de los héroes de la grande gesta de mi pueblo—, y ellas me hablan de una batalla que ya está perdida. Una borrasca exterminadora, o acaso ballenas y cachalotes por igual chocando sus cráneos contra el tabique de la formación volcánica que es nuestra Jutlavia, el caso es que... pero, ¿quién se aproxima? Está claro: mi secretario, ¿quién otro podría ser? Los centinelas nunca le franquerían el paso... No será sino hacia el ocaso cuando el asunto comenzará a manifestarse con claridad y todos verán lo que yo vi anoche, en el exacto momento en que, tenidas lugar mis abluciones, disponía mi septuagenario cuerpo para el descanso. Ahora mi secretario abre la puerta del despacho y permanece en el vano, no se decide a entrar, no hasta que clavo en sus ojos mis ojos y entiende que la comedia no puede seguir... Avanza expedito, pone orden a sus papeles y da lectura a las audiencias fijadas para el día en curso. Hoy es día de audiencias, y ciudadanos de la más diversa laya desfilarán ante mí portadores de ruegos y de solicitudes, y hoy, en vista de los acontecimientos venideros, muchos recibirán lo que pidan. De esta suerte, cuando el desenlace llame a la puerta de esta infeliz nación, serán dos las sonrisas que cubran su rostro: una, situada en su congruo lugar; la otra, trazada con acero o con piedra sobre la garganta desprevenida... He de capitanear esta nave hasta mi último aliento, y hundirme con ella. No habrá voces de alarma ni megáfonos derrotistas; todo será digno. Seguiré en pie como lo he hecho desde que me hice del poder. ¿No me permitiré hoy, cada tanto, pequeñas evocaciones? ¿Esporádicas digresiones in pectore? Fuera de este privilegio que me arrogo, hoy será para Jutlavia tan día hábil administrativo como cualquier otro día hábil administrativo... Atravieso, escoltado, el pasillo que me conduce a la Sala de Audiencias: la ceremonia no difiere de como lo ha sido la semana pasada, y la que le precedió, y la anterior aun... es curioso: pasando revista a estos años de gestión, una constante me ha acompañado y ha sido el recreo que siempre supuso para mí la consideración de las sombras que las lámparas de esperma de ballena creaban al proyectar sobre la pared las siluetas de los peticionarios. ¡Recién he caído en la cuenta! ¡Un placer recuperado! Oh Goedk, ¿qué placer te depararán hoy las sombras? ¡Oh cuán perturbadora fue la visión de esa mano extranjera, no de esta o de aquella nación, sino una mano sin raíces, de falanges huérfanas y suspendidas, esa mano... y cuán de improviso me tomó, cuando mis rodillas se aprestaban a doblarse para permitir a mi vieja osamente adoptar una posición... ¿Qué visión nueva se da cita frente a mí? ¿Eres tú, profesor Albrektsen?

jueves, 24 de mayo de 2007

Luz

Hoy me desperté y supe que había llegado el fin. Me costó despertarme pero aun así sabía que era el día.
No me sobresalté. No me desesperé. Lo sabía hacía un tiempo, y estaba tranquilo.
Me levanté instintivamente a la hora de siempre y desayuné lo mismo que todos los días. No me sentía con ganas de nada especial. No quería saturar los sentidos con cosas que luego no recordaría que había olvidado. Solo quería una sola cosa esa mañana. Solo esperaba una cosa esa noche.
Salí y caminé por las baldosas tantas veces pisadas. Los recuerdos me invadieron y no pude evitar rendirme a los sentimientos que traían con ellos desde el pasado. Es raro como un día tan especial está plagado de infinitas rutinas involuntarias.
Miré hacia arriba y las hojas de los árboles obturaban la luz del sol sobre mi cara. Aún no era el momento. Apuré el paso tranquilo y finalmente llegué a un claro en medio de ese pequeño bosquecillo rodeado de asfalto. Miré alrededor y no había nadie. Entonces reí.
Me desnudé y permanecí ahí. De pie, con los ojos cerrados, a la vista de cualquiera y de nadie. Respiré hondo y mi cuerpo se relajó. En ese instante sentí un cosquilleo al erizarse los pelos de mis brazos. Noté que la respiración me traicionaba mientras la sensación se extendía hasta la punta de los dedos e inmediatamente esa electricidad se convirtió en un calor intenso. Una vez más levanté la cara al sol y lo sentí atravesarme los párpados y llegar hasta mi boca. Me quemaba, pero no sentía que moría. Aun no.
Acurruqué los dedos de los pies y sentí el frío del pasto. Y me quedé así, entre el frío y el calor, entre lo seco y lo húmedo. Entre la vida de un instante y la muerte para siempre.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Inmovilidad

Se despertó parpadeando asustada, con los dientes apretados por la tensión y los brazos adormilados a ambos lados del cuerpo. Miró el reloj: eran las cinco y media de la mañana. No dudó ni por un segundo: lo que había visto era cierto.

Un haz de luz se filtraba apenas por la ventana. Aturdida, pensó que despertaba en la noche a un día que, tal vez, no tendría noche.
Estaba demasiado acostumbrada a las imágenes apocalípticas; las había soñado, fantaseado y dramatizado desde niña. La maestra incluso había rebatido, horrorizada, un cuento de su adolescencia temprana donde toda la ciudad era tragada por el vórtice de una dimensión demoníaca, de inspiración lovecraftiana. La última vez, creía haber conseguido un poco más de atención. El día antes, durante el ensayo del monólogo de Fedra, por ejemplo.
¿Qué podría hacer un ser humano común y corriente, cuando tiene la certeza absoluta de que no habrá un mañana?

El corazón le latía tan rápido que trató de ahogarlo cerrando los párpados con fuerza. El martilleo se volvió tan persistente como el batir de un tambor; le recordó vagamente el palpitar del suelo la única vez que pisó el campo de un estadio para un recital, acompañada de su hermano mayor. Aquella vez, era el único ser inmóvil en medio de una masa de gente que saltaba. O al menos, intentaba mantenerse quieta: la potencia de aquellas decenas de miles de pies daba la ilusión de que todo el eje de la Tierra iba a moverse. Se recordaba mirando sus propios pies. Ni siquiera tenía memoria de quiénes se presentaban en aquella ocasión.

Aturdida aún por los coletazos del sueño, percibió sus pies helados y los brazos todavía adormecidos. El cuerpo como atornillado a la cama. Pero podía girar el cuello a un lado y a otro. Tenía, como casi siempre al irse a dormir, el pelo prolijamente estirado hacia atrás; sin embargo, unas gotas de sudor (o tal vez eran lágrimas) le salaban los labios. Los ojos se iban adaptando a la penumbra. A medida que volvía a la realidad, desconocía un poco más dónde estaba. Ni el olor, ni la textura de las sábanas, ni la luz minúscula entre las hendijas le resultaban familiares.

-¿Dónde estoy? - intentó preguntar, pero tenía la boca tan reseca que no pudo articular palabra. Dónde estoy, moduló nuevamente, para descubrir que por alguna razón no encontraba su voz, siquiera un aliento que echar hacia afuera. Intentó mover los brazos nuevamente y no pudo. El corazón le latía ahora a una velocidad pasmosa.

En ese preciso momento, escuchó la chicharra de una puerta vecina y se dio cuenta que, definitivamente, no estaba en su habitación. Pero... ¿dónde, entonces? ¿Cómo había llegado ahí? Y lo más importante.... ¿conseguiría salir antes del anochecer?

martes, 22 de mayo de 2007

Dieciocho

Gervasio despierta sabiendo que es cuestión de horas -apenas dieciocho- para que el mundo acabe. Siente hambre. Se levanta, sin desperezarse ni acomodar su lado de la cama. No se baña. No se lava los dientes. Ni siquiera se viste. En pijama, en absoluto silencio, se arrodilla frente a la estufa de gas y sopla, en absoluto silencio, hasta que la llama se extingue. A tres pasos de distancia arroja un beso a Elba, justo antes de cerrar la puerta con llave. Nunca la amó, de cualquier modo.
Gervasio no desayuna. Recoge un abrigo largo de su mujer (nunca la amó) y mete un brazo, luego el otro, mientras sale de su casa y sin cerrar con llave. Enseguida vuelve a buscar su teléfono celular, el control remoto del televisor y el reloj de pared de la cocina, para arrojarlos al vacío a través de la puerta de tijeras del ascensor. Baja por las escaleras.
Gervasio sale a la calle en pijama, abrigo y medias. Ya son casi las siete, pero el sol se deja velar por los edificios. Mientras camina, Gervasio piensa en toda la gente a la que no verá más. Se sonríe. Tampoco piensa despedirse.
La plaza está vacía. Gervasio piensa que nunca antes quiso detenerse en la plaza. En uno de los bancos, solo, tirita un diario de ayer. Gervasio siente pena, una pena tremenda y estática. La compañía es inestimable, piensa, y se acuesta a dormir en el banco de plaza, junto al diario, bajo el sol de la mañana.

lunes, 21 de mayo de 2007

Cebollas

En cuanto pudo desfibrilar las suficientes neuronas, casi moribundas por la peligrosa resaca del sueño químico -al que se había hecho adicto hacía tiempo-, el Papa supo con indiscutible e irreligiosa certeza que sólo le quedaba un día en el Vicariato de Cristo.
No tuvo una revelación angélica, tampoco una imagen de la capilla le había llorado sangre mientras le contaba la inminencia del final. No habían venido unos pobres pastorcitos muertos de frío a darle la nueva. Lo sabía, como sabía que su madre había sido analfabeta, o que esa tarde tenía audiencias diplomáticas (donde aún recibía los saludos protocolares por su elección, hacía ya casi un mes).
No era un apocalipsis oficial. Seguro. Salvo que se hubieran olvidado de avisarle. O que Dios no tuviera nada que ver. Ni con esto, ni con nada.
Al mismo tiempo que se despertaba, un viento de angustia se llevaba los vapores de la alegría casi escandalosa que lo embargaba (¡después de todas las malas noches en las que el recuento mental de cardenales le representaba al Cardenal Rímolo con la Mitra Papal!).
- ¡Giuseppe, despierta, ven aquí! -gritó por el intercomunicador. Su asistente privado, Giuseppe, (un pequeño sacerdote de provincias; tan hirsuto, moreno y enjuto que siempre se le convertía en mico en el recuerdo después de no verlo durante un par de horas) era la primera cara que veía por la mañana.
La fe del Papa Juan XXIV tenía dentro de sí diversas capas, como las de una cebolla, en las que podía acomodarse los diversos tipos de ésta que lo imbuían.
El centro era un núcleo duro, casi microscópico, de ciega fe. Esa que se le impone a uno de niño, con una mezcla de tirones de orejas y promesas de arder en los infiernos. Es la que nos hace esperar que nos parta un rayo después de haber hecho algo malo. La que cree a pie juntillas que Dios lo ve todo, y que conocer al Diablo nos daría terror.
Luego seguía una capa mediana de temerosa y tibia fe, adquirida sin duda en los años de diaconado. Era una fe débil, casi apóstata, más preocupada por no perderse un pasaje en el tren al paraíso que dispuesta a caminar por el mar. Esa era la veta de fe que desconfiaba del Diablo, la que veía su mano en cada acción ajena. Y la que estaba dispuesta a engañar -pero muy poco- a Dios.
La siguiente era un filón inconsistente pero bien grueso de agnosticismo. Aceptaba sin dudas un fin del mundo como éste, acéfalo del Cordero de Dios, como también la falta de directivas, sin impresionarse demasiado (de hecho, nunca las había recibido). Esta capa de cebolla veía al diablo con alguna curiosidad, y estaba más dispuesta a acribillarlo a preguntas que a dejarse impresionar. De Dios podía hablar durante horas, sin convencerse de si existía o no. Él, en toda su carrera eclesiástica, no había tenido ni una sola confirmación. Y desde que era Pontífice, la esperaba cada vez con menos ganas.
Para terminar, por fuera, una fina -pero correosa- capa de cinismo religioso, impermeable a cualquier duda o confusión (proveniente de las capas internas o del exterior). Era la capa que los más encarnizados enemigos de la iglesia utilizaban en su contra por los crucifijos de oro, los ritos suntuosos y la vanidad de creerse el reservorio moral de occidente.
En este estrato Juan era capaz de sacudirle un cross de derecha al Diablo -sobre todo si había una cámara de televisión cerca-. En ese lugar de su fe (de su carencia de ella, mejor) estaba totalmente seguro de que el mal no era cosa del Maligno (aunque por conveniencia subtitulara con vehemencia que todas las cosas que no le gustaban eran "obra del Adversario"), sino de hombres y sus oscuras almas egoístas.
Esta capa estaba absolutamente convencida de que Dios -independientemente de si existía o no- lo había dejado solo, y que tenía derecho a imponerse él mismo de algo de deidad, por ausencia. La infalibilidad era tentadora.

Giuseppe entró con un papagallo, toallas en cantidad y L´osservatore Romano.
Lo siguió con la mirada mientras el asistente se afanaba por todo el cuarto.
"El mico no sabe nada", pensó.